Diálogo entre pintura y poesía
Entre 1550 y 1750, casi todos los tratados sobre arte y literatura destacaron la estrecha relación entre la pintura y la poesía. «Las dos hermanas», como se las llamaba comúnmente – Lomazzo (1538-1592) incluso señala que nacieron juntas -, aunque si bien es cierto que diferían en sus medios de expresión, se las consideraba casi idénticas en su naturaleza profunda, su contenido y finalidad.
Se citaba con frecuencia la fórmula atribuida a Simónides de Ceos, poeta lírico griego (556-468 a. C.) por Plutarco: la pintura es poesía silenciosa y la poesía es pintura que habla. Y el célebre verso de Horacio, ut pictura poesis – la poesía como la pintura, los críticos de arte querían influir su lectura cambiándole el sentido «la pintura como la poesía», se invocaba como un reconocimiento definitivo de un parentesco mucho más cercano entre las dos artes hermanas de lo que Horacio probablemente hubiera admitido. En el declive de esta tradición de la crítica de arte durante el Renacimiento, Sir Joshua Reynolds todavía podía mencionar a Shakespeare como «ese pintor de la naturaleza, preciso y fiel», o estimar que «Miguel Ángel poseía en alto grado la parte de poesía que contiene nuestro arte».
La alegoría de la pintura y la poesía de Francesco Furini ilustra el famoso tema del Ars Poetica de Horacio. Furini expresa el concepto de ut pictura poesis en el abrazo de los dos personajes representados en posición casi especular, y en el juego de referencias gestuales, invenciones que representan visualmente la relación entre las dos artes hermanas. La pintura, representada a la izquierda, tiene en una mano la paleta y los pinceles, instrumentos del arte de imitar la naturaleza, y en la otra, una máscara, una referencia a la imitación de las acciones humanas. La poesía, a la derecha, sostiene un estilete para escribir, mientras que a su izquierda el tintero se apoya sobre una cartela con el lema CONCORDI LVMINE MAIOR, que tiene como objetivo ampliar el concepto de unidad promulgado por Horacio.
Durante dos siglos, los críticos pensaron que si el poeta se parecía al pintor, era precisamente por la vivacidad pictórica de su descripción: su poder para pintar desde su mente imágenes nítidas del mundo exterior, como un pintor las graba en el lienzo. Para Ludovico Dolce (1508-1568), cuando describe las belleza del hada Alcina en Orlando furioso, Ariosto es un pintor: proporciona una imagen perfecta de la belleza femenina a quienes pintan sobre lienzo. Sin embargo, la nueva Ars pictoria, con todos sus desaciertos, fue hija del renacimiento humanista. Un siglo antes de que comenzara la época de la crítica en Italia, esa doctrina humanista era claramente visible en los escritos de Leon Battista Alberti. Reaparece más tarde en el Tratado de Leonardo, que revela los lazos profundos de los artistas con el humanismo en la famosa y repetida afirmación: «La pintura es poesia muda; la poesía es pintura ciega». Pero la base de la nueva teoría, como la antigua, es que la pintura, como la poesía, encuentra su máxima culminación en la «imitación representativa» de la vida humana en su forma más elevada, a pesar de su eclipse casi total en el siglo XX, esta fórmula seguirá vigente para cualquier apreciación definitiva del arte del pintor.
El desarrollo de la teoría humanista en la crítica europea de los siglos XVI y XVII, se basa siempre en la comparación directa o implícita de la pintura con la poesía. Un aspecto de esa teoría, crucial en el período barroco, es el impacto de la poesía en la pintura, por ejemplo, en la ilustración de Jerusalén liberada de Tasso por los pintores del siglo XVII.
Teoría de la imitación
En la medida en que la doctrina de la imitación era la piedra angular de la estética renacentista como lo había sido en la estética antigua, Dolce, después de definir el arte como una imitación de la naturaleza, especifica que el pintor que más se le acerca en sus obras es el maestro perfecto: «el pintor debe esforzarse no solo en imitar, sino también en superar la naturaleza». Fue sobre el movimiento del cuerpo humano que Dolce desarrolló su propia doctrina de la imitación ideal, siguiendo el método de los críticos literarios de su época que asignaban a la poesía reglas basadas en Aristóteles y Horacio. Hacia finales del siglo XVI, un crítico neoplatónico como Lomazzo pudo, por un tiempo, desviarse por completo de la teoría aristotélica de la imitación, al declarar que la belleza ideal, la que cada uno ve reflejada en el espejo de su propio espíritu, tuvo su origen en Dios más que en la naturaleza, una fórmula religiosa, incluso mística, en armonía con el severo espíritu de la Contrarreforma. Sin embargo, en 1664, durante el apogeo de un barroco menos marcado por la religiosidad, Giovanni Pietro Bellori restablece y desarrolla la antigua teoría del arte vigente en Italia al menos hasta finales del siglo XVI. Consideró que el ejemplo de la Antigüedad enseña al artista moderno que, si se contempla la idea precisa de lo que se quiere representar – la idea de lo bello puede tomar varias formas «valientes o magnánimas, agradables o delicadas, de cualquier edad y de ambos sexos», al menos en cierta medida, logrará lo que con tanto éxito consiguió la Antigüedad.
Después de haber restablecido en su versión aristotélica la teoría de la imitación al reafirmar que la Idea tiene su origen en la naturaleza, Bellori recuerda el consejo que Aristóteles da a los autores trágicos: que hagan como los buenos pintores, que imiten la vida como debería ser. Luego define la pintura como una representación de la acción humana. De modo que, afirma lo que era alusivo o implícito en los críticos anteriores: la pintura es, como la poesía, la imitación de la acción humana más bella o más significativa. Sobre ese tema, podemos recordar la observación perfectamente humanista y aristotélica de Poussin: tal vez habiendo comprendido con más profundidad que todos los críticos el alcance del ut pictura poesis para el arte del pintor, decía que la pintura sin la acción, el dibujo y el color no sirven para nada.
Ekfrasis o descripción
Para componer un lugar, los pintores recurren a la visualización de un texto: «la composición, como escribe el retórico Jouvency, consistirá en ver a través de la imaginación el lugar material donde se encuentra lo que quiero contemplar». Esta forma de visualizar, destinada a garantizar que todo lo que se describe se dé a conocer, proviene de una retórica de la ekfrasis, es decir, de la descripción de una realidad, de un discurso descriptivo que tiene como objetivo crear para el ausente, una imagen mental que se asemeje lo más posible a la imagen original. Se trata de un ejercicio de retórica practicado por los antiguos que los humanistas recuperan y que consiste en describir. Porque la ekfrasis constituye el punto de encuentro privilegiado entre la pintura y la retórica. El receptor de la pintura que somos nosotros debe conocer las fuentes en las que se ha basado el pintor. Debe comprender cómo el pintor ha representado un texto que ya es una representación de representación. Se pone de manifiesto el tema del paragone delle arti (comparación entre pintura y poesía), pero menos en el sentido de una competencia entre ambas, sino en una forma o un tipo de pensamiento de las artes, incluso en forma retórica. Esta manera de recrear una obra de arte a partir de una evocación literaria tiene su origen en la Antigüedad. Tiziano adaptó en pintura descripciones de pinturas antiguas. Los cuadros Ofrenda a Venus y La bacanal de los Andrios se basan en ekfrasis de Filóstrato cuando describe la obra Amores de La galería de los cuadros, inspirando también a otros grandes artistas como Rafael y Giulio Romano.
La ekfrasis le da gran importancia a los detalles. Para respetar los detalles mencionados por un autor o un retórico, el pintor debe exagerarlos en su lienzo para que sean más importantes que lo que su propia naturaleza requiera. De hecho, debido a que se esfuerza por describir todos los detalles con la mayor precisión posible, la ekfrasis es la figura que mejor sirve para representar los movimientos del cuerpo a los que da significado. Esta figura sirve para la expresión de las pasiones y los movimientos de la naturaleza, ya que los pinta. En su Ofrenda a Venus, Tiziano aplica exactamente esa ekfrasis. Las secuencias del texto, como la caza a la liebre, la pelea, la recogida de manzanas o los juegos entre los Eros, se encuentran exactamente en la pintura : Mira unos Erotes que recogen manzanas. Y no te sorprenda su número. Son hijos de las ninfas y gobiernan a todos los mortales, y son muchos porque son muchas las cosas que aman los hombres […] ¿Sientes algo de la fragancia que llena el jardín, o no se te alcanza? […] Hay aquí unas hileras de árboles, con espacio suficiente para pasear entre ellos, y blanco césped bordea los senderos, dispuestos como un lecho para quien quiera acostarse encima. En los extremos de las ramas, manzanas doradas, rojas y amarillas invitan al enjambre entero de Erotes a recolectarlas […].
La ekfrasis desvela también el significado de algunos elementos como la liebre, animal asociado a Venus, que tiene una cierta capacidad de persuasión erótica y su caza viene a ser un método violento para conseguir el amor de sus favoritos, o el espejo, que forma parte de la ofrenda de las ninfas a Venus por haberlas hecho madre de los amores. Estas numerosas y encantadoras figuras se encuentran en diferentes posiciones y en diferentes situaciones que Vasari juzga, frente a la exactitud de la realización, dignas de mención; y a las que atribuye el piacere experimentado por el patrocinador Alfonso d’Este frente a esta pintura destinada a su camerino en Ferrara.
La expresión de las pasiones
Si, como dijo Aristóteles, son los seres humanos en acción los que constituyen el tema de la pintura, se deduce de ello que los movimientos corporales que expresan los afectos y las pasiones del alma, constituyen la vida misma del arte y el objetivo al que tiende toda la ciencia de la pintura. Lomazzo enfatiza que es precisamente en esto que la pintura se parece más a la poesía, porque el genio que inspira estas dos artes reside en el conocimiento de las pasiones y en el poder de expresarlas. Ya en el siglo XV, un conocimiento exacto de los movimientos corporales que expresaran emociones humanas era esencial para una buena composición, según Alberti, citando la Navicella de Giotto como modelo para aquellos pintores que buscaran sobresalir en lo que su arte tenía de más difícil y más esencial. En Francia como en Italia, toda la tradición crítica del clasicismo ha destacado no solo que el movimiento expresivo es el alma de toda gran pintura, sino también que, como hace el actor trágico según Horacio, si el pintor quiere conmover al espectador mediante las emociones humanas expresadas en su pintura, se ha de revestir de los afectos propios. «Si vis me flere, dolendum est primum ipsi tibi» (si quieres que yo llore, antes debes dolerte tú mismo): durante más de dos siglos, esta famosa regla de Horacio sirvió como referencia para todos los escritos sobre potencialidad expresiva en arte y literatura. En la Caída del maná en el desierto, de Nicolas Poussin, el tema se presta a desarrollar una extensa galería de actitudes y el artista utilizó la expresión de las pasiones del alma como una verdadera lección moral. El pintor ilustra la tensión dramática y las distintas reacciones que experimentan los personajes ante el hecho milagroso de la caída del maná.
Los críticos del Renacimiento comparaban la pintura con la oratoria de Cicerón y Quintiliano. Este último observaba que no es sorprendente que, en el arte de la oratoria, el gesto tenga un efecto poderoso sobre la mente, ya que, en una pintura, gestos silenciosos pueden hasta tal punto penetrar en los corazones que incluso pueden superar en eficacia el poder de la palabra. Así, Leonardo compara los movimientos del brazo y de la mano que acompañan las palabras de un orador que quisiera persuadir a su auditorio mediante estos movimientos, del mismo modo, en pintura, la actividad mental de los personajes representados debe expresarse sin la menor ambigüedad, para que la ilusión de vida buscada por el pintor sea convincente. Siguiendo el ejemplo de Cicerón (De oratore), Lomazzo cita con frecuencia pasajes de poetas, Ariosto y Dante en particular, que describen las pasiones humanas con agudeza, lo que confirma que es en la expresión de las pasiones que la pintura se parece más a la poesía. Señala que los pintores deben conocer los affetti umani a los que Lomazzo había dedicado un libro entero, sin contar unas cincuenta páginas de citas de poetas (en particular de Ariosto y de Jerusalén liberada publicada recientemente), que debían servir como piedras de toque a los pintores para la expresión de las emociones humanas.
En el siglo XVIII, aunque pareciera mantener cierta apariencia de vigor, la doctrina del ut pictura poesis sería debilitada progresivamente por fuerzas que deberían provocar su desaparición a largo plazo. Desde un punto de vista humanista, había un creciente interés por la naturaleza. Rousseau, el apóstol de las emociones, debía contrastar la frescura y la libertad irreflexiva con la vida de los seres humanos sometidos a la tradición y al «falso poder secundario» de la razón. De Piles ya mostraba un interés particular en la realidad concreta de la naturaleza, así como en la belleza de sus efectos transitorios. Este interés era necesario para liberar la pintura de las restricciones del formalismo académico (como contribuía a hacerlo el rococó desde principios del siglo XVIII), pero también era parte de un vasto movimiento que separaba el pensamiento y el arte de la concentración exclusiva en la imagen humana como portadora de un significado supremo. En la pintura del siglo XVIII encontramos una discreta presencia de la «fábula silvestre» de Tasso, pero siempre con un exquisito nivel artístico y bajo el emblema de la delicadeza.
Bibliografía
Rensselaer W. Lee. Ut Pictura Poesis, Humanisme et Théorie de la Peinture, Macula, 1991 Peyré, Yves. Peinture et poésie. Le dialogue par le livre. Gallimard, 2001 Bergez, Daniel. Littérature et peinture, Armand Colin, 2004. Collectif. Programme et invention dans l’art de la Renaissance, Paris, Somogy 2008 Fumagalli, Elena. Florence au grand siècle, entre peinture et littérature, Silvana Editoriale, 2011