Goya: la visión desencantada del mundo
En la obra de Goya son claramente perceptibles las convulsiones de su época, presentando de forma visionaria y altamente original la opresión, la necedad, la crueldad y la inhumanidad del hombre. Es a partir de entonces cuando los pintores van a poder expresar con total libertad su enfoque estrictamente personal de los temas contemporáneos.
El itinerario lleno de contrastes que conduce a Francisco de Goya y Lucientes (1746-1828) desde su actividad como pintor de la Corte (cartones para tapices luminosos y espontáneos de género galante que tanto gustaba a la aristocracia) hasta su funesto aislamiento, muestra las dos caras de la humanidad. Estrechamente comprometido con los asuntos políticos de la corte de los Borbones, Goya se muestra muy sensible a los problemas morales y sociales. Había recibido una formación ecléctica y llena de estímulos, que englobaba las más diversas técnicas de expresión, del fresco monumental a la miniatura, del grabado al retablo. Su aprendizaje inicial en Zaragoza se transforma en una experiencia artística muy completa a su llegada a Madrid. Su realismo inicial cede progresivamente el paso a una vena sarcástica y desmoralizadora, a veces incluso caricatural. Al finalizar el siglo, y en completo desacuerdo con el estilo artístico en boga, se orienta hacia temas morales con alusiones dramáticas a la condición humana, y escenas visionarias, imágenes tenebrosas de una imaginación macabra e inquieta. Su producción de grabados es característica de este periodo. Esta vena espectral culmina en los murales que realiza hacia 1820 en su casa de campo conocida como La quinta del Sordo (Las pinturas negras). En 1823, Goya abandona clandestinamente España y se instala en Burdeos donde pasará los últimos años de su vida.
Los fusilamientos de mayo, 1814, Francisco de Goya (Madrid, Museo del Prado). En esta terrible obra de Goya, no hay que buscar ni el idealismo ni el clasicismo de un David, aunque se base, como en «La muerte de Marat» de éste último, en un hecho histórico: el alzamiento del pueblo de Madrid contra las tropas de ocupación de Napoleón a principios del mes de mayo de 1808. Invocando la ley marcial, los franceses se vengaron ejecutando centenares de personas. Goya pintó el cuadro en 1814, después del regreso de Fernando VII. Esta obra estaba destinada a ser presentada en público con un mensaje claro: las víctimas inocentes no habían muerto por nada. A Goya se le confía la tarea de ilustrar «las acciones heroicas de nuestra gloriosa insurrección contra el tirano de Europa».
Mientras la oscuridad de la noche gana también las conciencias, los soldados ejecutan la orden que han recibido. Son privados de rostro y ostentan la misma pose. Dándoles este aspecto maquinal, Goya transforma un episodio «anecdótico» en una representación universal: la crueldad contra la impotencia. Las víctimas aterrorizadas reaccionan cada una a su manera. El hombre situado en primer plano es un monje franciscano que reza juntando los manos, otros aprietan el puño o se tapan la cara para no mostrar su desesperación. Una camisa blanca a punto de ser traspasada por las balas, se convierte en el estandarte de una denuncia universal contra la guerra.
La Maja vestida era seguramente un tipo de cubierta que se situaba sobre el cuadro que representa la mujer desnuda, el cual solo se mostraba en la intimidad. La identidad de la modelo es incierta, tal vez la duquesa de Alba, y el comanditario de los cuadros fue quizás el poderoso y exigente ministro Godoy. La «Maja desnuda» fue secuestrada durante largos años por la Inquisición.
Goya y la magia del entorno
Como pintor de corte, Goya crea 63 cartones para tapicerías destinadas a los palacios reales, realizados en un periodo de dieciocho años. Goya representa escenas de la vida popular llenas de frescura y colorido que gozaron de mucha popularidad entre los cortesanos y en los círculos aristocráticos de la capital, constituyendo el punto de partida de la rápida ascensión del artista, nombrado pintor de cámara en 1789. Las series, abundantes y variadas muestran temas galantes y decorativos, y escenas típicas de la vida madrileña (El cacharrero), escenas monumentales (El Invierno) o más contundentes y sin duda con claras connotaciones políticas (El pelele de 1792).
Con una técnica magistral, Goya representa un simple retrato de la vida cotidiana madrileña en una de las más bellas y elaboradas escenas de toda su producción. Un vendedor de loza y otros cacharros muestra su mercancía a dos jóvenes acompañadas de una anciana. Dos caballeros de espaldas, observan la carroza que se aleja y a la elegante dama que va en el interior y que mira al espectador. La quietud en la representación del vendedor y sus lozas, contrasta con el movimiento del carruaje que va a desaparecer de inmediato de la escena. Goya se apoya en el dinamismo de la composición en diagonal, marcada por la posición de las figuras del vendedor y del cochero.
La composición piramidal y las figuras en primer plano reflejan la influencia de la pintura clásica italiana, así como el dominio de las luces y las sombras.
Se trata de una de las primeras representaciones de Goya del mundo de la niñez, en la cual el artista interpreta perfectamente la inocencia y el arrojo de los juegos infantiles, como ocurre con Chardin.
Juegos tranquilos, agradables diversiones, atmósferas galantes todavía ligadas al rococó, pero donde asoma sin embargo el desencanto y la irracionalidad que podemos encontrar en las obras de Giandomenico Tiepolo, quien en aquella época trabajaba en Madrid junto con su padre Gianbattista.
Cuatro jóvenes se divierten manteando un pelele, una especie de hombre de paja, cuya máscara exhibe una sonrisa casi sardónica. Este juego se practicaba en las fiestas populares y en las despedidas de soltería, y lleva implícito una simbología que el artista por otra parte utiliza a menudo, es decir, una clara alegoría del dominio de la mujer sobre el hombre.
Los retratos de Goya
A Goya no se le puede considerar como un retratista imparcial, no sublima sus modelos, al contrario, en sus retratos deja fácilmente transparentar los sentimientos que le inspiran los personajes. Para ello, Goya utiliza una fórmula personal, mezcla de observación psicológica y de sabia armonía derivada de Velázquez: niños, bellas jóvenes sobre un fondo de paisaje o simples siluetas de personajes que forman parte de la intelligentsia. En los deslumbrantes y realistas frescos de San Antonio de la Florida de Madrid, donde el artista representa un milagro de san Antonio, bajo la mirada de personajes contemporáneos, Goya se presenta como testigo de una época elegante y frívola. Pero en La familia de Carlos VII, el retrato de corte se convierte en una caricatura despiadada, a causa del extremo realismo de los rostros y la necedad en las expresiones de algunos personajes, pero al mismo tiempo la obra fascina por la habilidad de ejecución y esta especie de magia ambiental que Goya supo dar al conjunto de la escena.
Se trata del más célebre de todos los retratos de Goya de las familias reinantes en España, libre y muy audaz en el enfoque pictórico con grandes e incisivas manchas de color, despiadado en su insólita denuncia de la mezquindad, de la vanidad, de la locura de cada personaje. Hay que destacar también la cuidadosa representación de la ropa, condecoraciones y demás joyas, estas últimas posiblemente creaciones del célebre orfebre Chopinot. La sutil definición psicológica de los personajes atestigua del dominio del pintor en el análisis del ser humano.
Su actividad de retratista de personajes de la alta sociedad fue particularmente intensa durante veinte años: los modelos son representados con una inquietante penetración psicológica a pesar de la rigidez protocolaria de la pose, y en una gama de colores donde predominan delicados tonos rojos, grises, verdes y rosas. En sus retratos, Goya deslumbra siempre por la rapidez de la pincelada y economía de medios.
Teresa de Borbón Vallabriga fue una aristócrata española, conocida sobre todo por su matrimonio con Manuel Godoy, ministro de Carlos III. En el retrato, la condesa aparece encinta y vestida a la moda con un vestido de gasa blanca decorado con pequeñas flores; su cabellera está adornada con espigas de trigo, símbolo de fecundidad. Sentada en una elegante butaca, la dama esboza una tímida sonrisa, su dulce mirada se dirige hacia la derecha, como huyendo del espectador. Lleva una gran sortija con el retrato de Godoy. El retrato de la condesa, quintaesencia del retrato cortesano, es interpretado por Goya con la habitual agudeza y enfoque psicológico que caracterizan sus obras.
Ejemplo del perfecto ilustrado, interesado en las artes y en las ciencias, Jovellanos – que en 1798 era ministro de Justicia en un efímero gobierno reformador y progresista – aparece sentado y acodado en una mesa llena de papeles, en un retrato íntimo y evocador, que pone de manifiesto su mirada serena, inteligente, teñida de una cierta melancolía. Vestido con elegancia y sobriedad, sorprende la ausencia de decoraciones, medallas y bandas honoríficas que figuran tradicionalmente en los retratos de los hombres públicos. En el plano posterior, Minerva, diosa de la sensatez y de las artes, extiende hacia él su mano protectora, y con su mano izquierda sostiene el escudo del Real Instituto Asturiano de Náutica y Mineralogía, una institución modélica fundada por Jovellanos en 1794.
Este monarca piadoso y reflexivo condujo a España por la senda de reformas prudentes y se le considera como el perfecto representante del «despotismo ilustrado». Los rasgos afables del personaje entrado en años (el retrato fue realizado poco tiempo antes de su muerte), son representados escrupulosamente por Goya. La composición sitúa a Carlos III vestido con su traje de caza, en los montes madrileños, y recuerda retratos similares de Felipe IV y de los infantes realizados por Velázquez. En este retrato, el rey va acompañado de su fiel labrador y el vellocino de la Toisón de Oro cuelga de una cinta de deslumbrante color rojo.
Ejemplo de la nueva aristocracia ilustrada de la época, los duques de Osuna fueron los primeros protectores de Goya. Esta proximidad con el pintor se refleja en la observación psicológica de cada personaje, individualizado en el conjunto del grupo de familia. Goya emplea aquí tonalidades grises y verdes, acentuadas por una técnica ligera, sutil y precisa, que describe con un dominio genial, tejidos, encajes y objetos. El retrato de familia siendo poco habitual en España, Goya tomó como modelo ejemplos flamencos o ingleses.
La dama lleva un vestido de gasa blanca sobre fondo rosa, adornado con un gran lazo negro. El artista ha escogido representar la modelo en el momento de sacarse el guante de su mano derecha. El retrato fue posiblemente realizado como recuerdo de su matrimonio con el capitán Tomás León (abajo, a la izquierda figuran los blasones de los cónyuges). La composición de la obra sigue los modelos del retrato inglés de la época que sitúa al personaje en un jardín para realzar la belleza de la dama.
Como ocurrió con Velazquez, Goya fue también muy solicitado como pintor de niños. Después de haber sido nombrado pintor del rey por Carlos III, el conde de Altamira le encarga pintar los retratos de su familia, en concreto de su hijo menor, Manuel, nacido en 1784. Este niño encantador que parece un muñeco vestido a la moda, sostiene una cadenita a la que va atada una urraca. Detrás, tres gatos (a los que Goya llamaba animales diabólicos) miran amenazadores al pájaro, considerado tradicionalmente como símbolo del alma, lo que acaba por dar al cuadro un aire siniestro e inquietante. En este retrato, Goya quizás haya querido representar la estrecha frontera que separa el mundo frágil de la niñez de las siempre presentes fuerzas del mal.
Asensio Julià, hijo de un pescador, enseñaba en la Academia de San Fernando donde se le apodaba cariñosamente «El Pescadoret». Julià colaboró con Goya en la decoración al fresco de la ermita de San Antonio de la Florida de Madrid. En el retrato, aparece de pie con los pies separados, el brazo derecho colgando relajadamente a lo largo de su batín. Gira la cabeza hacia la derecha con una cierta afectación. Su lujoso batín es de color azul intenso con bordes más claros y algunos adornos dorados, realzados por la luz que entra por la ventana, de tal modo que la pintura parece todavía fresca. Calza elegantes zapatillas con lazos negros y su camisa blanca ilumina el resto de su atuendo. A pesar de la deslumbrante rapidez de sus pinceladas, Goya ha puesto especial atención en el rostro que es tratado con una exquisita minuciosidad. Los rasgos delicados del personaje con su hermosa cabellera negra y el lugar poco definido, contribuyen a su imagen de hombre aislado y vulnerable.
El tío Paquete, un mendigo ciego que solía sentarse en las escaleras de una iglesia de Madrid, era un cantante y guitarrista popular al que a veces se le contrataba para actuar en las casas elegantes de la capital. Los rasgos grotescos son acentuados por las cicatrices en las órbitas, la nariz protuberante con dilatados orificios, una boca con grandes dientes separados y burlona sonrisa. La cabeza inclinada hacia la izquierda, realizada a base de grandes pinceladas, anchas y concéntricas, nubla un poco la imagen y da la impresión que la cabeza se mueve, sacudida por una risa grosera. Este retrato, no tan terrible como parece e incluso puede transmitir un poco de calor humano, es un reflejo del estado de ánimo del pintor, como un preludio a las alucinaciones y visiones de pesadilla de sus Pinturas Negras. La imagen parcialmente borrosa anuncia también a Francis Bacon.
Las pinturas negras
En 1820/21, Goya tiene más setenta años. Cansado, decepcionado y solo, y reponiéndose de una grave enfermedad, pasa una larga convalecencia en su casa de campo cercana a Madrid, llamada Quinta del Sordo debido a la sordera que sufría. En su juventud, acudía allí para dedicarse a su pasatiempo favorito, la caza. Pintando con técnica mixta sobre pintura mural, Goya realiza en los muros de dos habitaciones, un impresionante ciclo de escenas visionarias y aterradoras. El tono general de las escenas y su oscuro significado le han valido el apelativo de «pinturas negras». Separadas de su soporte y pasadas a lienzo en 1873, los cuadros se conservan en el Museo del Prado, en salas especialmente concebidas que restituyen su disposición original. La narración no se desarrolla en un solo escenario sino que se trata de catorce escenas autónomas. Una sucesión de terribles pesadillas, de apariciones demoníacas que aterrorizan a una humanidad desaliñada y grosera. En algunas de ellas, es incluso imposible identificar un tema preciso. Evocan un clima general de tragedia, de recelo absoluto, en sintonía con la frase inscrita por Goya sobre el frontispicio de una célebre serie de grabados: El sueño de la razón engendra monstruos.
Una gran figura de demonio preside esta reunión brujeril. Sentados en el suelo, los asistentes a esta ceremonia nocturna ostentan rasgos bestiales, mezcla de animal y humano. En el extremo derecho, aparece una joven sentada en una silla. Espera a ser iniciada en los rituales satánicos? Goya utiliza el mundo de las brujas para denunciar la degradación del ser humano.
Un monstruo de pesadilla se lanza sobre el miserable despojo humano, despedazado y ensangrentado. Inspirada en el episodio mitológico del dios Saturno y de sus hijos, Goya nos presenta aquí la escena más espantosa de toda la historia del arte.
Metidos hasta las rodillas en arenas movedizas, dos campesinos se baten a golpes de bastón. La situación es dramática y paradójica: en vez de tratar de salvarse se golpean. Se trata de una metáfora política de los estados europeos usados por tantas guerras sangrientas, pero también se puede interpretar como una imagen de la locura humana, de la violencia ciega que aniquila.