Pierre Bonnard y el movimiento nabi
Pierre Bonnard (Fontenay-aux-Roses 1867 – Le Cannet 1947), hijo de un alto funcionario parisino y de una alsaciana, comenzó la carrera de derecho, pero la abandonó por la Escuela de Bellas Artes de la Académie Julien de París, donde estableció estrechos vínculos con Vuillard, Denis, Roussel y Sérusier. Este último, que había conocido a Gauguin en Pont-Aven, les transmite sus conocimientos: así nació el movimiento de los Nabis.
Se trataba de reaccionar frente al impresionismo creando una pintura más reflexiva, a veces religiosa, usando colores más nítidos, dispuestos en áreas claramente delineadas en la tela. Durante los últimos años del siglo, de acuerdo con las aspiraciones de los Nabis, Bonnard se dedicó más a las artes aplicadas que a la pintura. Hizo su debut en el Salón de los Independientes de 1891 con cuatro paneles conocidos como Mujeres en el jardín. La génesis de la obra refleja las preguntas del artista sobre la fusión de la pintura y lo decorativo. Diseñados para formar un biombo, los paneles fueron rápidamente separados por Bonnard como trabajos autónomos. «Es demasiado cuadro para un biombo», escribió una semana antes de la apertura de los Independientes, donde exhibió las obras bajo el título de Paneles decorativos. El formato en altura tomado de los kakemonos japoneses, un tratamiento del espacio reducido a la pura planitud, siluetas sometidas a distorsiones gráficas, sustituyendo la realidad por visiones oníricas, como en La partida de croquet, donde el artista representa a su familia.
En 1891, el estilo de Bonnard debe a la lección de Pont-Aven el recorte de las imágenes en planos yuxtapuestos, bordeados por contornos continuos y el gusto por los colores ácidos. Al ejemplo de los grabados japoneses, se le asocia el de Gauguin en una búsqueda de la «síntesis» entre formas sinuosas y estilizadas entre sí. La identificación de figuras y objetos se basa en la oposición de tonos y el uso frecuente de los motivos geométricos de las telas, ya sean los cuadros de un vestido, las flores de un papel pintado o las lúnulas de un albornoz. Así, en Intimidad, la figura del fumador, el compositor Claude Terrasse, destaca sobre los motivos impresos de la pared gracias al brillo de un batín, aunque el dibujo indica sumariamente los pliegues de la tela, el cabello y los rasgos de su rostro.
A esta fusión entre lo decorativo y cierta forma de idealismo se añaden los primeros ecos de carácter formal provenientes de otros dominios, por los cuales los Nabis contribuyeron a la apertura hacia otras prácticas artísticas. De este modo, Bonnard, junto con Jules Chéret y Toulouse-Lautrec, contribuyó a dotar al cartel de una expresión específicamente moderna, asociando su arte gráfico con el de su pintura, en una exaltación japonisante de un espacio en dos dimensiones y una reducida gama cromática. Después del éxito de su primera estampa, un cartel diseñado en 1891 para France-Champagne, Bonnard se involucró con talento en 1894 en la promoción de la Revue Blanche, en aquel momento centro de gravedad crítico y literario de la «nebulosa» Nabi, publicada en París entre los años 1891 a 1903, financiada y dirigida por los hermanos Natanson (Thadée, Alexandre y Alfred).
Misia Godebska (1872-1950), la talentosa pianista de origen polaco, esposa de Thadée Natanson, y musa espiritual de los Nabis, prestó sus rasgos a una elegante lectora, cuyo rostro es el elemento más naturalista dentro de un conjunto dinámicamente estilizado. La composición superpone los registros y juega de forma eficaz con el contraste entre las zonas claras y las oscuras y la integración de la letra a la imagen.
La obra, pertenece a un período fundamental de la carrera de Bonnard, cuando abandona las tendencias de inspiración japonesa de su primera etapa. Representa a la familia del compositor Claude Terrasse, cuñado del artista, frente a la casa del Clos en Grand-Lemps, en una tarde soleada.
Pintura de la vida urbana
Superados por las vanguardias artísticas, los ex Nabis, dan la sensación de estar atrapados en una época en la que ya no desempeñan un papel motor. Pierre Bonnard ha expresado con gran simplicidad esta condición incómoda que parece ser la suya durante este período de transición: «El avance del progreso se aceleró, la sociedad estaba preparada para dar la bienvenida al cubismo y al surrealismo, antes de haber logrado lo que nos habíamos marcado como objetivo. Nos encontramos en cierta manera como suspendidos en el aire.» A lo largo de la década de 1890, Bonnard pintó muchas vistas de las calles de París y sus alrededores. En 1899, publicó un álbum de litografías: Algunos aspectos de la vida de París. Los personajes aparecen como siluetas que destacan contra el ajetreo luminoso de la actividad urbana y, a veces, se pierden en la inmensidad de edificios y plazas. El japonismo que impregnaba las escenas de la vida urbana en la década de 1890, creando una superficie de motivos coloridos y planos y erradicando la perspectiva, dio paso a un nuevo enfoque, a las posibilidades estructurales y psicológicas de la perspectiva.
Como pintor de la comedia humana, Bonnard se mantuvo fiel a sus vínculos parisinos. Sin embargo, nunca dejó de ser un paisajista, y entre los mejores. Siempre supo evocar un París extraordinariamente vivo, como en La Place Clichy de 1912 y El Café du Petit Pucet (Pulgarcito) de 1928. Ni Matisse, Picasso, o Braque no realizaron paisajes con el deseo vehemente de Bonnard de entenderlo todo y expresarlo todo. Intentó conjugar dos preguntas cruciales: «¿Qué es la naturaleza? y ¿Qué es la pintura?», prolongando así la gloriosa historia del arte francés.
Ejecutada dieciséis años después de Place Clichy, la tela El Café du Petit Poucet, de dimensiones idénticas, estaba destinada a decorar el apartamento de París de sus amigos George y Adèle Besson, quai de Grenelle. Estas dos telas reproducen escenas de calles parisinas; una representa la animación de las calles, la otra, la atmósfera nocturna de un café en la misma Place Clichy.
Una trama de líneas verticales y horizontales cierra las escenas en las que aparecen personajes pintados con un deje humorístico. Existe una cierta confusión entre el interior y el exterior; a Bonnard le encantaba jugar con estas incertidumbres y «distorcionar» los espacios de acuerdo con las necesidades de la composición. El artista utiliza los efectos y los juegos de espejos para acentuar esta ambigüedad del espacio: las manchas blancas y negras marcan una composición dominada por tonos cálidos: rojo, amarillo, naranja.
En 1921, Bonnard pasó tres semanas en Roma, donde hizo diversos esbozos para la obra Piazza del Popolo, que terminó al año siguiente. Es una de las pocas escenas de la vida urbana pintadas por Bonnard después de 1910 (cuando se interesa cada vez más en representar la vida y el paisaje de sus dos casas de campo). Ello invita a la comparación con los primeros trabajos dedicados a la vida urbana. En primer plano, los personajes vistos en busto «se adhieren» al plano del lienzo y su dibujo vigoroso recuerda más a la pintura del Quattrocento que al dibujo de carteles. El gesto de la mujer que sostiene la balanza tiene todo el peso y la solemnidad de una escultura antigua. La tela parece iluminada desde el interior, por el color intenso de la fruta en el centro del primer plano.
El paisaje íntimo de Bonnard
El período de maduración artística de Bonnard requirió una ósmosis completa con la naturaleza y el artista eligió vivir primero en su casa de campo, La Roulotte, en Normandía y luego en el sur, en Le Cannet, frente al Mediterráneo. Mientras a su alrededor los maestros más inquietos fundaban y disolvían los movimientos, Bonnard, inmerso en su mundo, se contentaba con variar los temas centrales de su arte: paisajes, habitaciones, naturalezas muertas, desnudos. El retiro de Bonnard en el campo, su sensibilidad a los ciclos de la naturaleza, que se expresan tanto en su arte como en su vida, son una reminiscencia del temprano retiro de Monet al campo. Bonnard, quien en la década de 1890 fue el pintor de las escenas parisinas, se vuelve cada vez más hacia la creación de un universo interior y, el conflicto que habita su obra, más que una oposición entre la ciudad y el campo, pone de manifiesto el deseo de pintar un mundo a la vez contemporáneo y fuera del tiempo. En la década de 1910, este doble propósito se tradujo en dos tipos de paisajes: los de Vernon, que en su mayoría representan temas contemporáneos o anecdóticos con connotaciones clásicas y, los paisajes mediterráneos, en un formato más monumental, que en su mayoría presentan temas mitológicos tomados de la Antigüedad.
Obra clave de Bonnard, esta pintura revela claramente la influencia del Secuestro de Europa de Tiziano, un pintor al que Bonnard consideraba uno de los más grandes entre los maestros antiguos.
Esta visión clasificadora de Bonnard, durante y después de la Primera Guerra Mundial, fue captada por la crítica contemporánea que observaron la habilidad del pintor para reconciliar la tradición antigua con la modernidad. El panteísmo virgiliano y la serenidad pastoral de Bonnard fue alabado por críticos como Waldemar George, Jean Cassou y Léon Werth. En La palma de 1926, Bonnard no solo se limitó a reformular y transponer en un paisaje y un ambiente moderno la antigua tradición, sino que crea una mitología propia, que se refiere más a la necesidad interna de su obra que al pasado.
Esta silueta etérea, con mirada hipnótica, sosteniendo una fruta como en una ofrenda, evoca a la vez los mitos paganos y el simbolismo cristiano. Puede relacionarse con los ritos de las cosechas y evocar al mismo tiemo una Madonna de Bellini colocada en un entorno natural como una Eva moderna ofreciendo el fruto de la caída.
En 1912, Bonnard compró una casa en Vernonnet, un pueblecito situado en las fronteras de Normandía y la Île-de-France, convirtiéndose así en el vecino de Monet. En el cuadro El comedor en el campo, el artista representa el comedor de esta casa de campo ampliamente abierto a la naturaleza, lleno de una luz cálida, que le da todo el encanto de la intimidad cotidiana. El paisaje que se extiende a lo lejos, refleja la manera de los pintores flamencos e italianos de los siglos XV y XVI, en una atmósfera brumosa y cambiante, ahogada en el brillo y el calor del verano que contrastan con la calma interior.
El mantel blanco con reflejos azules contrasta con el color naranja dominante de las paredes y la blusa de la esposa del artista. Destaca la atmósfera de silencio, misterio y apaciguamiento.
La pintura representa un paisaje exuberante, con campos cosechados y un río resplandeciente en la distancia. En primer plano, vista en un escorzo bastante sorprendente, hay una mesa cubierta con un mantel a cuadros azules y blancos donde se ha colocado un azucarero, un plato de frutas y algunas flores cortadas. La casa está habitada: una joven vista de espaldas juega con un pájaro doméstico, mientras que otra, cubierta con un sombrero de paja, sube las escaleras que se adivinan por la rampa.
La tabla de la mesa aparece inclinada y tiende a presentar los objetos en un plano vertical; pero lo que busca Bonnard es representar cada objeto desde el ángulo de visión que mejor acentúa su especificidad. La mujer joven que agita una cuchara en un cuenco, lleva una chaqueta blanca y una blusa rosa del mismo tono que el de las galletas que hay encima de la mesa. Su cabello tiene reflejos del mismo color que las naranjas, las bandejas de mimbre y los estantes. La figura parece diluirse en el mantel y el aparador sugerido al fondo de la composición.
André Lhote evoca a Bonnard en estos términos: «No se priva de ninguna libertad en la disposición de formas y colores; distorsiona sistemáticamente las relaciones de valores y dimensiones, deja proliferar pequeñas indicaciones y prescinde de elementos principales. Es una especie de mundo al revés, recuerdos sacados de su memoria que han evolucionado con el tiempo». En el cuadro La tarde o La siesta de Berna, Bonnard ha reunido a un grupo de mujeres y muchachas vistas de medio cuerpo en primer plano; la joven que duerme ocupa el centro de la pintura. Detrás de ellas, el jardín se extiende hasta la cortina de árboles a lo largo del río. Más allá, podemos adivinar el apelotonamiento de colinas azuladas. Pero la perspectiva se detiene allí: un camino blanco se alza al fondo de la composición y su verticalidad frustra el efecto de la profundidad.
Esta encantadora «escena de género» evoca a una mujer joven de quien Bonnard estaba enamorado, Renée Monchaty. Este retrato tiene toda la vivacidad de un instante fotográfico, como si a la joven se le hubiera pedido que se volviera y sonriera para el cliché… Otra figura femenina aparece en el lado derecho de la pintura.
El embarcadero de la Croisette en Cannes, se ha tratado con un blanco tan brillante, que apenas percibimos la presencia de personajes, cuya ropa, que va del rosa al azul a través de los diferentes tonos de malva y violeta, colores que Bonnard apreciaba especialmente, se mezcla con el mar y las nubes del atardecer. El mástil naranja y las dos manchas amarillas, difíciles de identificar, a la izquierda, realzan fuertemente la composición y equilibran la masa clara del embarcadero y de los paseantes. En sus recuerdos de Bonnard y acerca de este cuadro, Mme. Hahnloser-Bühler cuenta la siguiente anécdota: «Lo empezó en 1926 o 1928, pero tuvimos que esperar al menos siete años: siempre encontraba algo que no le satisfacía. Y luego, un buen día, en el invierno de 1935, nos dice, como quien no quiere la cosa: «En caso de que todavía deseen poseer El embarcadero, está a su disposición. Finalmente encontré el fallo que perturbaba su equilibrio. Vean el efecto del color amarillo que he realzado: ahora todo funciona y, la obra, aunque pequeña, no está nada mal.»
«Thadée Natanson, recuerda como Joseph Czapski hablaba de Bonnard con intensa emoción. Bendecía el último verano que pasaron juntos en el sur, a la orilla del mar, y la alegría de aquellos días en que, a la sombra de la terraza de un pequeño café, miraban juntos el mar y el cuerpo de los bañistas iluminados por el sol.»
Se trata de uno de las últimas telas del artista, cuya composición está organizada en bandas horizontales. Las siluetas rechonchas de los bañistas, personajes esenciales y al mismo tiempo de presencia sorprendente, sus cuerpos reflejan los tonos incandescentes de un atardecer mediterráneo. Bonnard ha intentado encontrar el vigor de los cuerpos para fijarlo en el lienzo: «importancia de una impresión inesperada». El mar de un ácido azul verdoso, contrasta con los tonos dorados, naranjas y rojos.
Bonnard por sí mismo: el autorretrato
En la tradición de Rembrandt, Delacroix, Van Gogh, Bonnard hizo alrededor de quince autorretratos al óleo y muchos bocetos a lápiz o a tinta. Ante los autorretratos de Bonnard, a menudo nos encontramos en presencia de un hombre profundamente solo y triste. El aspecto salvaje, incluso inquietante de ciertos autorretratos, sorprende en la obra más bien pacífica y serena del artista. La mayoría de estos retratos son posteriores a la década de 1920. Todos están pintados al óleo. Solo el Retrato del artista por sí mismo de 1930 fue realizado a lápiz y gouache; también es el único que el pintor ha datado. Por su composición – el artista se muestra de busto girado en tres cuartos, a la izquierda -, por la técnica de lápiz y gouache sobre papel y la expresión de aguda atención, esta obra evoca los retratos al pastel que Chardin hizo de sí mismo. La comparación de los autorretratos de Bonnard con los autorretratos de Chardin no es arbitraria; Bonnard en su agenda de 1929, para el jueves 17 de octubre, anotó: «Chardin». Fue el día en que visitó la importante retrospectiva sobre el pintor, organizada en la Galería del Teatro Pigalle en octubre de ese mismo año, donde se exponía el Autorretrato de Chardin en su caballete, hoy en el Louvre. De este modo, Bonnard, mientras componía una de las imágenes más interiorizadas de sí mismo, rendía homenaje a un gran artista a quien admiraba entre todos.
A través de los retratos y las naturalezas muertas de Chardin, Bonnard no solo se permite devolver al autorretrato, en pleno siglo XX, su papel de gran arte; se ofrece el lujo de meditar sobre su pintura, con perspicacia y toda la energía de sus medios.
Sobre un fondo de múltiples y caóticas pinceladas, aparece una cara preocupada, angustiada e inquisitiva que evoca ciertos retratos de Van Gogh, quien escribió: «Hay algo dentro de mí. Qué es?»
A diferencia de los artistas del Renacimiento italiano a quienes les gustaba retratarse en sus lienzos y frescos como figurantes de la escena, a menudo lujosamente vestidos o, como Rubens, entre su familia, Bonnard demuestra una gran humildad. De hecho, sus autorretratos no muestran ninguna impresión de complacencia: basta con mirar a El boxeador, con el torso desnudo delante de un espejo, con los puños cerrados y levantados, la cara inclinada y a contraluz. A pesar de esta aparente agresividad, es una tristeza profunda que el pintor ha querido traducir, como ocurre con los autorretratos de 1935 o 1945.
Mientras que en sus paisajes y en sus escenas de interior, Bonnard refleja ambientes sosegados y armoniosos donde exalta la luz y el color, en sus autorretratos es duro consigo mismo. Este retrato nos presenta a un Bonnard agresivo, torso desnudo, con el puño cerrado y levantado, los músculos tensos, la cara a contraluz, delante de un fondo claro y neutro.
En las últimas páginas de su agenda de 1932, Bonnard ya había esbozado un autorretrato delante del espejo de su cuarto de baño. Utilizará esta técnica «a specchio» (conocida por los artistas italianos desde finales del siglo XIV) varias veces entre 1940 y 1945, años particularmente ricos en autorretratos.
«Es un hombre alto, delgado y flexible. Cabeza pequeña y fina, la cara afeitada, cabellos plateados y, bajo una frente alta cruzada de arrugas profundas, dos ojos tras unas gafas gruesas, que brillan y que nos miran de forma intensa y viva. Los ojos de Bonnard nos hablan claramente. Al principio, esta mirada y todo lo que uno nota vagamente, más allá de la reflexión profunda, te impresiona, te incomoda, te confunde.» Se trata del retrato de 1939 descrito por Charles Terrasse, donde en una atmósfera de pesado recogimiento y silencio, Bonnard aparece vestido con un albornoz, inmóvil, pareciendo abrumado por la tristeza. El artista vivía entonces retirado en su villa de Cannet, acompañado por su esposa y recibiendo escasas visitas. Sus habituales pequeñas gafas redondas y su rostro ligeramente demacrado, acentúan su parecido con las caras japonesas.
Bibliografía
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Bozo, Dominique. Catalogue de l’exposition Bonnard. Centre Pompidou, Paris 1984
Cogeval, Guy. Bonnard. Paris, 2015
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