El Barroco al servicio del absolutismo
El ejemplo más característico del arte al servicio del absolutismo se encuentra en Francia durante el reinado de Luís XIV. Hacia mediados del siglo XVII, Francia ejerce la dirección política de Europa, París es la «capital del mundo» y juega también el papel de guía de la cultura y el buen gusto. Los años 1600-1620 representan un cambio importante con el reinado de Enrique IV y Maria de Médicis, Francia recupera una cierta prosperidad y los focos artísticos se multiplican, después de un periodo de inmovilidad causado por las guerras de Religión. La iniciativas artísticas de la Corona tienden a superar las formas del Renacimiento (que se habían manifestado hasta entonces con los pintores de la escuela de Fontainebleau) y van extendiéndose por todo el país concerniendo todas las formas de expresión artística. Cuando en 1627 Simon Vouet llega de Roma llamado por Luís XIII, aporta a la capital del reino una brillante síntesis de la transformación que se había operado en la pintura italiana. Al lado del gran despliegue lírico de Vouet hay que añadir el estilo fastuoso de Claude Vignon. La corta estancia de Poussin en París, llamado por el rey quien le hizo volver de Roma, tendrá un peso considerable en el cambio de gustos artísticos que marcaron la regencia de Ana de Austria. La Academia, fundada en 1648, se convierte en un instrumento de dominio que impone los principios del clasicismo a todos los sectores del arte. Charles le Brun, es el representante de los fastos de la corte de Luís XIV. Poussin, la figura más importante de la doctrina clásica, quintaesencia del «Siglo de Oro» francés, vuelve a Roma, dieciocho meses después de haber sido nombrado pintor de corte por Luís XIII, al igual que su compatriota Claude Lorrain o Claudio de Lorena en español.
Como primer pintor del rey Luís XIV (el rey Sol), Charles le Brun elabora los programas iconográficos de Versalles. Instaura una unidad estilística y una coherencia alegórica al servicio de la monarquía absoluta. Con el absolutismo de Luís XIV y la presencia del intendente de finanzas Colbert, los principios del arte francés se difunden más allá de sus fronteras.
Simon Vouet
La renovación de la expresión figurativa italiana fue aportada a la pintura francesa por Simon Vouet (París 1590-1649): al caravaggismo se añadieron las tonalidades venecianas y el clasicismo emiliano. Durante su larga estancia en Italia (1612-1627), entra en contacto con las corrientes más representativas de la pintura italiana contemporánea. En Roma, Vouet obtuvo numerosos e importantes encargos (Retrato del papa Urbano III, pinturas para la basílica de San Pedro) y fue elegido miembro de la Academia de San Lucas en 1624. De regreso a Francia, fue uno de los propagadores de las novedades italianas, adaptándolas al gran estilo decorativo de la corte de Luís XIII (quien lo nombra «primer pintor del rey») y a los ideales estéticos de aquella sociedad, apegada a una belleza elegante y aristocrática, pasando a una pintura con tonalidades más claras en composiciones más amplias. Dirigió un importante taller, dominó la escena artística parisina hasta su muerte, y su posición fue apenas vulnerada por la corta estancia de Poussin.
Procedente del castillo de Saint-Germain, esta escena elegante y sensual manifiesta un ritmo dinámico y a la vez majestuoso, donde la abundante utilización del color amarillo oro sirve para dar más luminosidad al cuadro. Toda la escena se organiza en torno a una gran S formada por los drapeados, las alas de la figura y la curva de su nuca que desciende hasta una naturaleza muerta con suntuosas vasijas.
La escena sigue fielmente el texto y la descripción que Ovidio hace en «Las Metamorfosis» que cantaron los amores de Europa y de Zeus bajo la forma de un Toro blanco quien se deja acariciar por la princesa para que lo corone con guirnaldas de flores frescas. Probablemente, el cuadro formaba parte de uno de los ciclos decorativos que Vouet realizó para las residencias reales, o para altos personajes de la nobleza.
En esta pintura, Vouet juega magistralmente con el color que aplica con grandes manchas en los drapeados de las telas, empleando colores primarios como el azul, el amarillo y el rojo, todo ello combinado con el blanco de la piel del toro y las pálidas carnaciones de las dos figuras en primer plano. Esta gama luminosa y clara, contrasta con el fondo formado por una densa y oscura masa de árboles frondosos.
El brillante colorido, con sutiles degradados en tonos cálidos, a veces acidulados, forman parte de la composición en las grandes decoraciones (capilla del hotel Seguier, elementos hoy dispersados). El dibujo y el drapeado recuerdan al arte emiliano (Correggio y Parmigianino) sobre todo en los cuadros de pequeñas dimensiones como en Diana de Hampton Court. Este prolífico pintor, supo crear una síntesis original del barroco italiano y la elegancia francesa. De Simon Vouet hay que destacar también la realización de cartones para las magníficas tapicerías tejidas en los talleres del barrio de Saint-Marcel de París.
Este cuadro fue realizado para la capilla del hotel particular del ministro de justicia Pierre Seguier, formando parte de los grandes ciclos decorativos realizados por Vouet. Presenta una composición de gran teatralidad que se pone de manifiesto en las actitudes y en las expresiones de los personajes, sobre todo en la figura de la Virgen desvanecida y en la pose de una de las Santas mujeres contemplando el cuerpo de Cristo.
Charles le Brun
Figura indiscutible del clasicismo barroco francés y moderador supremo del gusto artístico de la corte de Luís XIV, fue Charles le Brun (París 1619-1690). Hijo de un escultor, su formación bajo la dirección de Simon Vouet, en Francia y en Roma (1642-1646) se basó en la obra de Poussin y en la tradición italiana (Rafael, Guido Reni y los maestros de la escuela boloñesa). Protegido primero por Richelieu y después por Colbert (en 1641, colaboró en la decoración pictórica del Palacio Cardenal para Richelieu (hoy Palais Royal), convirtiéndose en pocos años en el principal intérprete del fasto y del prestigio político y artístico del reino de Luís XIV. Entre 1650 y 1660 alcanzó su madurez estilística con pinturas de inspiración clásica, de una retórica culta que alcanzó su apogeo en una serie de ciclos decorativos situados en la galería del hotel Lambert, en el castillo de Vaux-le-Vicomte y, para el rey, en el Palacio de las Tullerías, en el Louvre y, sobre todo, en Versalles. Es precisamente esta pintura homogénea y grandiosa de Charles le Brun la que hace triunfar el gusto del siglo XVII por las alegorías, los temas históricos, la suntuosidad cromática y la amplitud de las composiciones, por el clasicismo.
El pintor Le Brun era también un gran retratista como se pone de manifiesto en cuadros como El Canciller Séguier ostentó al mismo tiempo numerosos cargos y cometidos: fue director de la manufactura real de los Gobelinos (1663) para la cual proporcionó cartones para tapicerías (Historia del rey, Historia de Alejandro) y cofundador (1648) y más tarde director de la Academia. Como teórico, tuvo un papel preponderante en las famosas disputas académicas sobre el color y el dibujo así como en la reflexión sobre la expresión de los sentimientos. Colbert muere en 1683 y Le Brun cae en desgracia: careciendo de encargos importantes durante los últimos años de su vida se dedicó a la pintura de caballete.
En este lienzo se observa la lección de Poussin que Le Brun asimiló durante su estancia en Roma. Destacan los sentimientos dramáticos calculados con un delicado equilibrio. El tema religioso es expresado a través de la pintura académica, en la cual es evidente la superioridad del dibujo sobre el color.
Como en una escena de teatro, el canciller acompañado por sus pajes y escuderos, avanza en paralelo al plano horizontal de la pintura con el boato propia de su rango. El orden y la simetría de la composición contribuyen a subrayar el imperturbable y agobiante fasto de una nueva clase social, la élite que ha hecho su entrada en el ámbito cortesano, de la cual forma parte el canciller. Con esta obra, el artista muestra su gratitud a Pierre Seguier, ilustre personaje y primer protector de Le Brun, quien se autorretrata bajo el aspecto del personaje que sostiene el parasol.
Ver también : Charles le Brun, pintor de cámara
Independientemente, pero formando parte de este periodo, no hay que olvidar a los hermanos Le Nain, pintores muy admirados pero no influenciados por la doctrina oficial, así como el pintor caravaggista Georges de la Tour.
Georges de la Tour
Tanto la obra como la biografía de Georges de la Tour (Vic-sur-Seille 1593 – Lunéville 1652) son inciertas. Un hipotético viaje a Italia (tal vez entre 1610 y 1616) explicaría su conocimiento de las obras de Caravaggio cuya influencia es evidente en su pintura. A partir de 1620 su presencia está documentada en Luneville ciudad natal de su mujer y residencia muy apreciada por el duque de Lorena y por la corte. Fue seguramente un artista muy activo y también muy popular (en 1639 obtuvo el título de pintor del rey) pero los acontecimientos dramáticos ocurridos en Lorena explican sin duda la restringida producción que nos ha llegado: apenas una treintena de obras en un periodo de trabajo de casi cuarenta años. Se piensa que los célebres «nocturnos» remontan a los años de madurez mientras que las escenas y las figuras de género con gamas de colores claros sus anteriores (Tañedor de zanfonía y La buenaventura), y cuya ejecución pictórica se hace cada vez más segura.
El pintor retoma con una elegancia extrema el mismo tema representado por Caravaggio en «Los jugadores de cartas«. El intenso juego de miradas es acentuado por los gestos de las manos, lo cual atrae la mirada del espectador hacia la figura del tramposo que parece dialogar con él. Partiendo de un tema realista, que es en definitiva su versión heterodoxa y autónoma del naturalismo de Caravaggio, La Tour aspira a organizar esta realidad conmovedora dentro de una construcción formal muy calculada. El «nocturno» es el instrumento de esta construcción y permite al pintor – sin igual en los efectos de luz artificial – poder concentrarse en lo esencial, aislando la escena sobre un fondo de tinieblas a fin de poder contemplarla sin ninguna traba.
En sus comienzos, el artista aplica fielmente la lección de Caravaggio, pero en su madurez, se orienta en realidad hacia una simplificación de la composición y una estilización de las figuras, atribuyendo al realismo un valor moral, en la línea del estilo severo del clasicismo francés. La mirada de Magdalena sobre la llama de una vela simboliza el tiempo que se consume, y la mano derecha acariciando la calavera, indica una tranquila aceptación de la muerte.
El estilo realista de Georges de la Tour gozaba del favor de la burguesía, pero también de la corte. Su obra fue muy apreciada por Luís XIII quien había concedido al artista el título de pintor ordinario del rey. En la década de 1620 el movimiento caravaggista fue la primera corriente de pintura europea después del manierismo. Con Georges de la Tour en la región de Lorena y Valentin de Boulogne que realiza toda su carrera en Roma.
Louis le Nain
Louis le Nain (Laón 1593? – París 1648) era el segundo de tres hermanos, todos pintores, originarios de un pequeño pueblo de Picardía, donde fueron aprendices en el taller de un artista flamenco. En 1630, los hermanos Le Nain se establecieron en París en una casa en la margen izquierda del Sena, y en 1648 figuran como miembros de la Academia real de pintura y de escultura; pero el mismo año mueren dos hermanos, Antoine y Louis. Mathieu vivió muchos años lo que le permitió consolidarse, hasta el punto de recibir el encargo de ejecutar los retratos del cardenal Mazarino y de Ana de Francia. Dado que los tres hermanos vivían y trabajaban siempre juntos, es difícil reconocer la autoría de las obras. Louis parece que fue el pintor más importante del grupo; convierte los temas pintorescos, puestos de moda con el nombre de bambochadas, en escenas muy poéticas. En sus cuadros representa los pobres de la Francia rural como un preludio de las obras de Chardin, o incluso del melancólico Camille Corot cuando los personajes están representados al aire libre. En la obra La comida de los campesinos convierte una rústica cena en un acontecimiento religioso, humanizado por la presencia de los niños que se dejan llevar inconscientemente por la solemnidad de la escena. Casi en todas las obras de los hermanos Le Nain aparecen niños, cuya pobreza es representada con un gran realismo.
La intimidad de esta escena se vuelve aún más profunda a causa de la presencia del fuego al fondo de la escena y por el niño vestido de harapos tocando la flauta, en una atmósfera que respira melancolía.