Los grandes centros de creación
Las obras realizadas durante el siglo XIV (Trecento), son el resultado de fructíferos intercambios entre los artistas que se encuentran en distintos lugares. Su gran movilidad engendra una circulación de ideas y de formas que contribuyen a asegurar una unidad en las investigaciones plásticas. Desde las grandes obras de Roma y Asís hasta los estimulantes centros de Florencia y de Siena, la renovación artística se difunde bajo el impulso de las iniciativas eclesiásticas y laicas. Empujado por el conflicto que lo opone al emperador, el papado inaugura una política de prestigio destinada a afirmar su preeminencia. Hacia 1300, gracias al mecenazgo del papa Nicolas III (1277-1280), y luego de Bonifacio VIII (1294-1303), Roma se convierte en un lugar de intensa efervescencia artística a la cual pone fin el exilio en Aviñón (1309-1376). Pero el verdadero foco donde se elabora y se difunde este lenguaje figurativo, es la basílica de San Francisco de Asís (1182-1226), construida a la gloria del santo poco después de su canonización (1228). Este santuario está constituido por dos iglesias superpuestas, consagradas sucesivamente en 1230 y en 1253. Gracias al interesado apoyo del papado, la obra de Asís era la más importante de Occidente. De 1260 a 1330, en ella se suceden y se juntan los mejores maestros, ejecutando diferentes ciclos pintados que, todavía hoy, siguen planteando problemas de cronología y de atribución.
La figura de Cristo domina por su tamaño a todas las demás figuras. Su cuerpo blanco creaba antaño un contraste todavía más nítido con los otros personajes, los cuales en su mayoría, al origen iban vestidos de azul. Aplicado en seco, con el paso del tiempo este pigmento azul se fue desconchando. Haciendo uso de un realismo corporal estimulado por la meditación franciscana, Pietro ha imaginado los hilos de sangre goteando de las manos y de los pies de Cristo, formando, cuando se juntan, una mancha compleja. La aureola de Cristo se mezcla con la de su madre en el momento en que ésta apoya su mejilla en su frente y pasa la mano por sus cabellos. Aunque repintados en numerosas ocasiones, los magníficos ritmos cursivos del fresco son todavía evidentes sobre ambos rostros.
El Trecento en Roma
Lo que parece caracterizar la historia de la pintura romana, son las dificultades y, finalmente, la imposibilidad de ubicar una «escuela» pictórica, tanto en el Trecento como en el Quattrocento. El punto de partida era sin embargo favorable. Los ciclos romanos de Pietro Cavallini (mosaicos de Santa Maria in Trastevere hacia 1292 y los frescos de Santa Cecilia de 1295), preceden apenas a la elección de un gran papa, Bonifacio VIII (1294-1303) que consigue atraer a Roma los espíritus más vivos de la Cristiandad y hacer del Jubileo de 1300 uno de los más memorables de la iglesia romana. Ahora bien, la obra de Pietro Cavallini es casi más moderna que la de Cimabue, contemporáneo suyo; en ella se encuentran ejemplos de la escultura romana de la Antigüedad tardía y lo que era una tradición local un poco aislada y pasiva, se transforma en una posición cultural consciente: solemnidad y dignidad «antigua» magnifican las figuras, mientras que el color es tratado en el sentido de la masa. La pintura consigue incorporar la majestad de Arnolfo di Cambio, escultor florentino activo en Roma antes de finalizar el siglo, quien sin duda había dado el ejemplo. Lo que inaugura el romano Cavallini, es prácticamente una alternativa a la «gran manera» de Giotto y las consecuencias se harán sentir más lejos, hasta en la escuela de Rímini. La tradición local se renueva pues a si misma, a principios del siglo XIII; va a ser enriquecida por la llegada de grandes artistas: es en Roma donde Giotto ejecuta la famosa Navicella, hoy perdida, pero que durante dos siglos, constituyó tal vez la obra maestra más admirada del artista.
Al finalizar el siglo XIII, en Roma aparecen los primeros fermentos de una nueva visión pictórica en la obra de Jacopo Torriti y de Pietro Cavallini. Ambos artistas fueron empleados en la restauración de las decoraciones paleocristianas que adornaban los grandes santuarios romanos, adquiriendo, mediante el contacto de un arte antiquizante, los recursos necesarios para sobrepasar la sólida formación que habían heredado de Bizancio. En la iglesia de Santa Maria Maggiore, Jacopo Torriti ejecuta en 1295, un mosaico absidial donde los genios alados y los dioses fluviales que acompañan la Coronación de la Virgen atestiguan de una reflexión sobre los ejemplos de la Antigüedad. La obra de Pietro Cavallini es más innovadora. En los mosaicos que adornan la parte inferior del ábside de Santa Maria in Trastevere (1291), las escenas de la Vida de la Virgen siguen un esquema iconográfico tradicional, pero la fluidez de las telas, la dignidad clásica de las figuras y la interpretación más coherente de la arquitectura, prefiguran lo que vendrá después. Los frescos de Santa Cecilia in Trastevere (hacia 1293), de los cuales solo subsisten algunos fragmentos del Juicio Final pintado en la parte interior de la fachada, son el resultado de una investigación centrada sobre la plenitud de los volúmenes. El Cristo Juez y los apóstoles están sabiamente modelados mediante un degradado delicado que les confiere una sorprendente monumentalidad. El encuentro probable con Arnolfo di Cambio, que trabajaba en la misma iglesia, pudo ser determinante. En 1308, la invitación de Cavallini a la corte de Nápoles atestigua del gran prestigio que gozaba.
En este mosaico encargado por Pietro di Bertoldo Stefaneschi, se puede leer, sobre una inscripción fragmentaria, el nombre de C. y la fecha de 1291. Es en los elementos arquitecturales que la tridimensionnalidad y el espacio son particularmente evidentes; las figuras han sido ejecutadas con un sentido plástico muy acusado. El uso de colores delicados como el rosa, el blanco y el azul, evoca la pintura antigua. Los mosaicos del Trastévere marcan muy sutilmente, el pasaje del bizantinismo a un realismo nuevo. Aunque la técnica empleada parezca imponer una inmovilidad hierática, Cavallini introduce el movimiento en la pose de los personajes: los hombres con un gesto de ofrenda, las mujeres con una actitud más personalizada y su alternancia crea una animación relativa del movimiento. Pero sobre todo, el pequeño tamaño de los cubos del mosaico permite una sutilidad más limpia de los ritmos coloreados (la sombra del vestido del sacerdote, el trabajo del drapeado sobre el altar, el modelado de las caras).
Cavallini propuso un espacio donde los personajes, habiendo encontrado su volumen corporal, se insertan de manera libre y natural. El artista sobrepasó totalmente la tradición bizantina al mismo tiempo que Giotto, y ello ha planteado durante mucho tiempo el problema (resuelto de manera diversa por la crítica) de determinar e interpretar las relaciones y los contactos que mantuvieron ambos maestros.
A pesar de los escasos testimonios, es cierto que Roma, como Asís, fue en aquellos tiempos un punto de encuentro importante entre artistas y un laboratorio de nuevas experiencias; aunque la influencia de Giotto en Roma queda como una cuestión no resuelta, es difícil de creer que su presencia haya sido ignorada. Si bien el comienzo del siglo XIV no marcó ningún cambio en relación con el siglo precedente y, si el abandono de Roma por los papas hizo cesar los encargos en el entorno pontifical, este no fue el caso de las grandes familias, como los Colonna o los Stefaneschi, las cuales encargaron obras importantes para las principales basílicas de la ciudad. Iincluso durante el exilio de los papas en Aviñón, la basílica vaticana recibió numerosos donativos y fue objeto de encargos.
Se trata de la obra más importante entre las pinturas sobre tabla realizadas por Giotto. El Políptico Stefaneschi fue ejecutado para el altar mayor de la basílica de San Pedro de Roma, mencionado como una realización de Giotto en la Necrología del cardenal Jacopo Stefaneschi, quien lo encargó. Pintado sobre ambas caras, en el panel central, Cristo está sentado sobre un trono, adoptando una postura hierática y frontal, como un ídolo oriental, la mano levantada realizando el gesto de bendición y sosteniendo con la mano izquierda el Libro de la Revelación. En torno al trono, como en las Maestà del siglo XIII, hay una multitud de ángeles que están dispuestos sin embargo, de una manera que se aproxima sutilmente de las nuevas ideas figurativas, con el esbozo de un movimiento en círculo. Sobre el verso del políptico, cuatro solemnes figuras de apóstoles de pie sirven de figuras laterales para el panel central: en el cual san Pedro se encuentra sentado en el trono en la misma actitud que Cristo (es en efecto su vicario), flanqueado por dos ángeles, por san Jorge y san Silvestre, mientras que delante de él se encuentran arrodillados san Celestino V (canonizado en 1313) y el cardenal Stefaneschi ofreciendo el políptico.
La manera perfectamente calculada con la cual los espacios y los volúmenes se insertan los unos con los otros (sobre todo sobre el Cristo en el trono y en la Virgen de la predela), por la preciosidad cromática, por la fina elegancia gótica de ciertas figuras y por la expresividad misteriosa y como subyugada de algunas de ellas, esa obra compleja conecta estrechamente con los frescos de la basílica inferior de Asís, de los cuales toma también algunas ideas, como la figura femenina de la izquierda, en la crucifixión de san Pedro, que lleva una ropa con pliegues festoneados drapeados sobre el pecho, vistos de perfil, y retoma el gesto y la actitud de María, de pie detrás de la figura de san Juan, en la Crucifixión de Asís.
El nacimiento del estilo natural: la obra de Asís
Hacia 1280, en el momento en que maestros romanos – entre los cuales Torriti y tal vez Cavallini – se encuentran en la obra de Asís (años 1280 y 1290) Cimabue y sus discípulos se encargan del conjunto de la decoración del transepto y del coro de la iglesia superior. Suceden al Maestro de San Francisco, cuya intervención en la iglesia inferior puede situarse entre 1260 y 1265. Este complejo programa que comprende episodios de la Vida de la Virgen, un ciclo consagrado a los apóstoles Pedro y Pablo, escenas del Apocalipsis, las representaciones de los evangelistas y dos gigantescas Crucifixiones, tiene que haber sido concebido sin duda por un teólogo. El esmero aportado a la representación tridimensional de las arquitecturas, el uso del trampantojo, la carga emocional de las dos Crucifixiones, son aquí los principales aspectos del cambio aplicado a la figuración. En la iglesia inferior, una Maestà acompañada por ángeles y por san Francisco, igualmente atribuida a Cimabue, ofrece un extraordinario retrato del santo impregnado de realismo. Entre las pinturas de factura muy diversa que aparecen en la nave, las escenas del Maestro de Isaac y el Segundo Ciclo de san Francisco suscitan hipótesis muy contradictorias respecto a la participación de Giotto. Ambas escenas bíblicas son cercanas a la visión antigua de Cavallini, que parece faltar en las escenas hagiográficas. En cambio, todas ellas representan el testimonio mas claro de la introducción en el mundo visual de los «valores táctiles», que es el origen de la revolución pictórica llevada a cabo poco antes de 1300.
Cuando los pontífices franciscanos Niccolò III Orsini (1277-1280) y Niccolò IV Masci (1288-1290) decidieron hacer decorar la basílica San Francisco de Asís, llamaron a los mejores artistas de Florencia y de Roma. Cimabue pintó al fresco el transepto y el presbiterio de la iglesia superior. Representó un ciclo de historias marianas, evangélicas y apocalípticas que desgraciadamente se degradó muy rápidamente y de modo irreparable. Sobre la bóveda central, el artista realizó los Cuatro Evangelistas acompañados de sus respectivos símbolos. Cada uno de ellos está representado delante de la ciudad donde redactó su evangelio. La vista de Roma es particularmente significativa. Ella está constituida por edificios, encerrados dentro de los muros de la ciudad, donde la mayoría de ellos se pueden identificar fácilmente: partiendo de la derecha, se reconoce el castillo de Sant’ Angelo, la pirámide de Cayo Cestio y la antigua basílica Vaticana con sus mosaicos en la fachada; a la izquierda, se ve el Panteón junto con la torre de las Milicias y, encima, el Palacio senatorial con los escudos de los Orsini.
Gracias a los encargos de los franciscanos, Asís se convirtió en la cuna de la pintura italiana; la iglesia inferior de la basílica puede ser considerada como una antología de la pintura del Trecento. El culto a san Francisco y a santa Clara tuvo, desde Asís, una resonancia en toda Europa, ya que era el sitio donde se había desarrollado la vida del santo. En efecto, el santo había sido canonizado en 1228, solo dos años después de su muerte y, seguidamente habían comenzado los trabajos de la basílica que terminaron hacia 1280. El edificio, formado por dos iglesias superpuestas, con una única nave y techo abovedado, fue el lugar de encuentro de las tendencias artísticas más avanzadas de los siglos XIII y XIV (Trecento). En el siglo XIII, los pintores italianos mas innovadores fueron a Asís para decorar el lugar donde descansaban los restos del fundador de la orden de los Hermanos menores. Los frescos de la iglesia superior fueron considerados como la obra capital del siglo XIII: es allí donde se produjo el proceso de humanización de las imágenes de culto y el redescubrimiento de la ilusión del espacio, que culminaron con las innovaciones aportadas por Giotto. A principios del siglo XIV (Trecento), los frescos de la iglesia superior eran contemplados como la obra fundamental de la pintura moderna, pasaje obligado para todo artista, y los artesanos que se habían formado en la obra de Asís, fueron reclamados por las ciudades y las regiones vecinas. Otro periodo de intensa actividad artística, fue el de la realización de los frescos de la iglesia inferior, que había sido ampliada a finales del siglo precedente. En los años 1310, todos los grandes pintores de la época trabajaron en ella: no sólo los discípulos de Giotto, sino también los sieneses Simone Martini et Pietro Lorenzetti.
Esaú se aproxima de su padre para darle de comer y recibir su bendición, pero el viejo Isaac, tendido como un senador romano, lo rechaza porque ya ha bendecido a su otro hijo Jacob, quien había obtenido mediante un engaño, la bendición de su padre. Detrás de Esaú, su madre Rebeca, instigadora del ardid contra su esposo moribundo, observa la escena. En ella se remarcan elementos muy novedosos, ya sea en la concepción del espacio en perspectiva o en la representación de los personajes, que toman dimensiones más grandes y casi parecen estatuas. La originalidad de esta obra ha suscitado numerosos debates. Hoy todavía, la crítica está dividida sobre la atribución a un joven Giotto o a un maestro anónimo, llamado el Maestro de Isaac. Nacido hacia 1265, Giotto practicó su arte muy probablemente antes de finales del siglo XIII. Aunque no tengamos ningún dato cierto sobre los comienzos de la actividad del artista, y que esta cuestión sea muy debatida, toda una serie de indicios nos permiten situar en los frescos de Asís, el punto de referencia mas importante de su actividad de juventud.
Aquí, el pintor describe el episodio donde el santo, para celebrar la Navidad, había pedido que figurara el belén. Mientras sostenía la imagen del Niño, un caballero vio a Jesús en carne y hueso. La representación de los elementos arquitecturales alcanza aquí una gran complejidad, con la imagen de la cruz pintada, inclinada en un audaz escorzo, que representa bien la profundidad del espacio. En este ciclo de frescos, se puede apreciar lo que ha constituido la fama de Giotto: la perspectiva, la representación de objetos de uso corriente, y los edificios.
Esta escena, así como la célebre «Predicación a los pájaros», hay que considerarla seguramente entre las que realizó el propio Giotto. La concepción del paisaje, donde aparecen los habituales arbustos enanos del maquis mediterráneo y la increíble precisión de los detalles en la descripción de la albarda del asno, se encuentra entre los resultados más sublimes de todo el ciclo.
La madurez del estilo natural: Pinturas de la iglesia inferior de Asís
Durante treinta años, desde 1290 hasta el saqueo del monasterio en septiembre de 1319, la reforma de las imágenes fue el objetivo esencial. Ya que, apenas la decoración pictórica de la iglesia superior estuvo acabada, se creaban en la iglesia inferior las condiciones idóneas para nuevas campañas pictóricas. Como muchas personalidades eclesiásticas deseaban ser enterradas cerca de los restos de san Francisco, se elevaron toda una serie de capillas secundarias. La primera capilla perforada en el muro frontal del transepto derecho, fue adquirida por el cardenal Napoleone Orsini y dedicada a san Nicolás, fue pintada por un alumno de Giotto. Otro alumno de Giotto pintó la capilla vecina, la capilla de santa Magdalena, ofrecida por el obispo Teobaldo da Pontano. Representar el movimiento no era el punto fuerte de aquel artista anónimo, en cambio, sabía describir el paisaje circundante. El llamado Maestro de santa Magdalena realizó la proeza de condensar los diferentes parajes de una historia de viaje en un solo y vasto paisaje. El fresco es un modelo de pintura «sabia». Se basa en el texto de una leyenda, el cual puede proporcionar materia a un ciclo que llenaría toda una capilla y evoca, con un mínimo de indicaciones de lugares y de acciones hábilmente dispuestas, los rasgos esenciales de la historia, para representar la parábola de los caminos tortuosos en los cuales el Señor realiza milagros por medio de la intervención de sus santos. Todo ello supone un trabajo intelectual perfectamente ejecutado, simultáneamente a nivel filológico y a nivel visual.
La principal característica que atrae la mirada del espectador es la barca abombada, sin velas ni remos, que parece derivar desde el macizo costero, sombrío y abrupto, hacia el puerto situado a la derecha, remolcada de forma invisible por los ángeles que la preceden. Según la leyenda, Magdalena y sus fieles habían sido abandonados en el mar a lo largo de las costas de Asia Menor y Dios, por medio de sus ángeles, los había guiado hasta Marsella. Reconocibles como guías celestes por su posición encima del faro, los dos ángeles se separan. Mientras que uno se dirige hacia la ciudad, el otro se da la vuelta, para dirigirse, siguiendo la dirección de su mirada, a la pequeña isla rocosa, en el primer plano a la izquierda.
El ciclo de san Martin, en la capilla del mismo nombre en la nave central de la iglesia inferior de Asís, y el ciclo de la Pasión, en el transepto sur, ha sido atribuido a los pintores sieneses Simone Martini y Pietro Lorenzetti. Esas atribuciones se hicieron sobre una base estilística y no sobre una base documental. En las escenas de las leyendas del santo de la capilla de San Martín, que pertenecía al cardenal franciscano Gentile da Montefiore, lo que importaba era la simple puesta en escena de los textos, como ocurrió también con la Maestà de Duccio. La tarea de Simone era ardua y difícil, en la medida en que tuvo que repartir los diez cuadros de la leyenda sobre superficies murales relativamente estrechas, que necesitaban formatos bastante pequeños, y que se inscriben, por añadidura, en rectángulos dispuestos verticalmente. Con el fin de dar la ilusión de monumentalidad a pesar de su estrechez, Simone Martini debió emplear más de la mitad de la altura del cuadro para la longitud media de las figuras, y conformarse con la minimalización del espacio figurado correspondiente. El resultado parece haber impresionado al viejo Giotto, como en la escena de la muerte del santo, que muestra aparentemente la vía para la realización de su Ascensión de san Juan Evangelista, en la capilla Peruzzi de Santa Croce, una de las últimas obras del artista. En ambos casos, la diferencia de tamaño entre las figuras y la arquitectura no es de ningún modo percibida como una desproporción. En efecto, la gran sala del palacio episcopal del fresco de Asís, es baja y tiene salas interiores sumergidas en la oscuridad, los arcos tienen ritmos disonantes, la parte izquierda sumergida en la sombra, contrasta con la parte derecha iluminada, y todo ello sirve como una sala de ecos, adecuada para repercutir la pesadumbre y al mismo tiempo la esperanza de la enlutada comunidad.
Hacia 1319, cuando las pinturas de la iglesia inferior fueron terminadas, la basílica de San Francisco de Asís podía ser considerada como el conjunto de paradigmas más moderno y más variado de todo el Occidente. Contenía todo aquello que necesitaba un artista para crear universos pictóricos realistas: modelos para todas las actitudes humanas, individuales y colectivas, todos tipo de terrenos, arquitecturas interiores y exteriores, mobiliario, herramientas y enseres, ropajes y drapeados, así como una gran cantidad de nuevas decoraciones, sistemas de enmarcado, combinaciones de colores y texturas de superficies. A ellos solos, los gestos del lenguaje corporal cotidiano, retomado por primera vez en el lenguaje elevado del arte, representaban una mina inagotable de ejemplos. Después del pillaje de Asís en septiembre de 1319, mientras que la ciudad y su codicioso dirigente tenían que soportar las consecuencias del veto que el papa había lanzado contra ellos (y que no fue anulado hasta 1352), la basílica de San Francisco cesó de dar nuevos impulsos artísticos a Occidente. La ciudad tuvo que ceder su rol de precursora a Florencia y a Siena.
Esta escena, es una sucesión de invenciones extraordinarias. La procesión de los apóstoles que va al encuentro de los habitantes de la ciudad venidos para aclamar a Cristo, dispuestos en dos grupos, como los lados de un ángulo muy abierto cuyo vértice, situado sobre el punto más cercano al espectador, está formado por la figura de Cristo que avanza lentamente montado en su asno; dentro de este ángulo se ve otro, exactamente paralelo pero más pequeño, formado por la maraña de edificios de Jerusalén, que parecen a punto de precipitarse al pié de las murallas, en un escorzo lleno de audacia, formando una línea quebrada y envolvente que nos hace penetrar más allá de las puertas de la ciudad; de tal suerte, que la arquitectura toda entera parece empujar a Cristo hacia el espectador, al mismo tiempo que dilata la tridimensionalidad del espacio. El cielo ya no es una tela de fondo opaca e inmóvil, sino el azul transparente que entra por la ventana geminada y por la ventana de la torre roja, penetra entre los arbotantes del templo verde y se insinúa entre las finas columnas de la torre de color lila (hay que destacar la combinación de colores llenos de fantasía, tan perfectos como inesperados). La fluidez de las elegantes líneas del grupo de niños que se desvisten, crea el ritmo de una danza tranquila y mesurada, sin olvidar los detalles realistas y llenos de ternura, como la cabeza del niño que asoma entre dos adolescentes vestidos de azul, como en la apertura de un telón de escena.