El viaje del argonauta
Generada por una mezcla de nostalgia, recuerdos, visiones e incertidumbres identitarias, la pintura de Giorgio de Chirico (1888-1979) nació en los itinerarios culturales de una Europa que en esa época, encuentra en las raíces del paganismo griego su estrella polar.
Bajo esa luz, renacen mitologías tomadas de las exploraciones de un filósofo alemán brillante y loco, Friedrich Nietzsche quien, en una prosa orquestada como una sinfonía wagneriana, o rota como los enigmas de rituales misteriosos, conduce al hombre de genio «más allá del bien y del mal». El origen mítico de la Grecia clásica, el centro del mundo antiguo, fue de gran importancia para De Chirico durante toda su vida. Su nacimiento en Volos, la población desde la que – según la mitología griega – partieron Jason y los argonautas en su búsqueda del vellocino de oro, sirvió a De Chirico para crear el mito de su propia biografía. De Grecia a Italia y Alemania, lo viajes perturbados por males físicos y emocionales solo se atenúan con las lecturas y las visiones que desgarran el paso solitario de un mundo considerado como mediocre. Gestada en Grecia, nacida en Florencia, la pintura de Giorgio de Chirico fue llamada «metafísica» en París por el poeta Guillaume Apollinaire hundido, como el pintor, en la «melancolía universal», y se apagará en Italia.
Al desarrollo en las obras de De Chirico le precedió una larga estancia en Milán, en el verano de 1908, donde se habían trasladado su madre y su hermano. A esta época pertenecen los primeros cuadros del pintor en los que emplea el método – que posteriormente sería decisivo para la pintura metafísica – de combinar elementos biográficos y mitológicos, un paso que se aprecia en la obra de 1909 El viaje de los argonautas. De Chirico combina aquí por primera vez su representación de la mitología griega con elementos del propio recuerdo. No solo se convierte el viaje de los argonautas, por su lugar de nacimiento, en una metáfora del viaje artístico de los dos hermanos; además en el extremo derecho del cuadro, rodeado por las ofrendas para que el viaje fuera feliz, aparece una estatua de la diosa Atenea.
En sus textos poéticos de los años 1911 a 1915, De Chirico evoca una y otra vez la capacidad del artista de retrotraerse en un estado análogo al del sabio en los comienzos de los tiempos. Con la ayuda de dones filosóficos, poéticos y visionarios se puede interpretar el mundo, se pueden crear mitos, descubrir verdades ocultas: «Uno de los insólitos dones que hemos conservado de tiempos prehistóricos es la capacidad del presentimiento. Siempre seguirá existiendo.» Para De Chirico, el principal impulso vino dado por los escritos de Friedrich Nietzsche. La pose que toma en su Autorretrato de 1911 cita literalmente el famoso autorretrato fotográfico del filósofo. Nietzsche fue, para el pintor, no solo el modelo, sino también una figura de identificación. Con el poeta, De Chirico compartía no solo el amor al enigma, sino también la referencia al mundo mítico de la Antigüedad.
Y qué amaré, sino lo que es enigma?
La percepción del pasado y el presente o de los signos oscuros a través de la elevada sensibilidad del artista-oráculo, propenso a las visiones a partir de estados de nostalgia y melancolía, una hipersensibilidad que le permite cruzar territorios mentales insondables, con lo maravilloso de la inocencia infantil, la curiosidad del explorador de la memoria, el conocimiento chamánico y prelógico del oráculo. A esa figura arcaica de Chirico la convierte en el protagonista de la pintura El enigma del oráculo que parece ilustrar este proceso cognoscitivo que cuenta en sus memorias autobiográficas, el Ebdomero, publicado en París en 1929. De Chirico sigue a Nietzsche también en lo que respecta al concepto de un arte «metafísico». El uso que Nietzsche hace del término «metafísica» era absolutamente ambivalente. Emplea el termino una y otra vez en El nacimiento de la tragedia, afirmando que «el arte es la actividad realmente física de la vida». Sin embargo, al mismo tiempo hablaba despectivamente de los «trans-mundanos», que creían reconocer el sentido de las cosas y todos los sentimientos profundos únicamente en un mundo de algún modo metafísico, es decir transcendente.
Hojeando un álbum con grabados fotográficos del pintor romántico Arnold Böcklin, De Chirico descubrió la obra de este artista quien ejercerá una gran influencia en su desarrollo artístico. En los paisajes poblados de personajes mitológicos de Böcklin, al igual que en las obras gráficas de Max Klinger – de frecuente apariencia surrealista -, reconoció la capacidad única de combinar de modo evidente lo supranatural y lo cotidiano, mito y modernidad.
En esa época, De Chirico estaba fascinado por la narración de Homero sobre la odisea del héroe griego, que se convertiría -en su condición de viajero con destino incierto- en una figura de identificación más para la narración de su propia vida. En el cuadro El enigma del oráculo, la figura vuelta en sí misma, anhelante de la vuelta a casa, del Ulises de Böcklin, en De Chirico se convierte en una figura pensativa, que se enfrenta meditabundo con los enigmas del mundo y el misterio de la propia existencia; el oráculo, la voz del destino, aparece en el cuadro en forma de cabeza de mármol de una estatua oculta tras una cortina.
La figura de espaldas vuelta en sí misma, es una cita del lienzo de Böcklin y se convierte en la figura del artista-filósofo, que aparece meditabundo ante los enigmas del mundo. Al fondo, el oráculo tras una cortina cerrada, insinuando lo oculto y lo enigmático.
Un argonauta en Florencia
La estancia en Florencia dio un giro completo a la trayectoria artística de De Chirico. El artista siempre denominaría las innovaciones y las rupturas en su obra como un repentino descubrimiento de conocimientos, como «revelaciones». De Chirico reflexionó frecuentemente sobre la esencia de uno de esos momentos de inspiración, en los que aparece de repente un aspecto inesperado del mundo, también en su enfrentamiento con las obras de Nietzsche y Schopenhauer. En esa ciudad donde el pintor Böcklin había vivido durante casi treinta años, y donde murió en 1901, en Florencia, De Chirico se expresa así: «En una clara tarde de otoño estaba sentado en un banco de la Piazza Santa Croce. Naturalmente que no veía esta plaza por primera vez. Poco antes había superado una enfermedad, larga y dolorosa, y me encontraba en un estado de sensibilidad enfermiza. Todo a mi alrededor parecía encontrarse en un estado de convalecencia, incluso el mármol de los edificios y fuentes… El sol de otoño, frío y sin amor, bañaba la estatua de Dante y la fachada de la iglesia. Tuve entonces la extraña impresión de que veía las cosas por primera vez. Tuve de repente ante mi vista la composición del cuadro… A pesar de ello, ese momento es un enigma que continua siendo inexplicable». En ese momento de inspiración, racionalmente inexplicable, esa vivencia de una ruptura entre realidad y percepción, se basa la obra El enigma de una tarde de otoño. La comparación con la foto de la Piazza Santa Croce revela cómo en el lienzo de De Chirico los elementos arquitectónicos reales se transforman en una composición distanciada de figuras y signos. El frontón de la iglesia del Trecento italiano se convierte en un templo antiguo; el monumento de Dante que aparece en el centro de la plaza, en la vista de espaldas de una estatua antigua, en la postura del pensador vuelto hacia sí mismo. Tras el muro rojizo del claustro de Santa Croce aparece la vela de un barco.
Es en la Piazza San Croce donde De Chirico realiza su primer cuadro metafísico que surge después de la famosa «revelación». La realidad se transforma en una composición distanciada, que transmite un ambiente enigmático.
En los cuadros que siguen inmediatamente a éste, el pintor perfeccionó los elementos del lenguaje plástico que acababa de encontrar. El muro que divide horizontalmente el espacio, por ejemplo, define también la composición de la obra El enigma de la llegada de la tarde. También aquí, el muro sirve para separar el ámbito de lo visible de aquel de lo invisible y de lo misterioso, a lo que de nuevo aluden los mástiles de un barco, que podría interpretarse como símbolo de la partida del artista y la búsqueda de nuevos horizontes.
De Chirico descubre en Nietzsche a un excelso creador de atmósferas, las cuales intentará trasladar a sus telas. Sin duda, la idea de revelación que ofrece el artista al narrar cómo se le ocurrió el cuadro El enigma de una tarde de otoño o El enigma de la llegada de la tarde, coincide con la que Nietzsche describe en Así habló Zaratrusta: «A vosotros los audaces buscadores e indagadores, y a quienquiera que alguna vez se haya lanzado con astutas velas a mares terribles, a vosotros los ebrios de enigmas, que gozáis con la luz del crepúsculo, cuyas almas son atraídas con flautas a todos los abismos laberínticos, pues no queréis, con mano cobarde, seguir a tientas un hilo; y allí donde podéis adivinar, odiais el deducir; a vosotros solos os cuento el enigma que he visto, la visión del más solitario.»
El reloj que evoca el paso del tiempo, los plazas vacías, los pórticos y los hombres vestidos con el péplum griego, son algunos de los elementos que aparecen en las primeras pinturas metafísicas del artista, donde las referencias a la arquitectura florentina se confunden con la de Munich y la Atenas de su infancia.
Espacios metafísicos
De Chirico tiene veintitrés años cuando llega a Paris junto a su hermano Alberto Savinio en julio de 1911. Lleva como bagaje artístico un lenguaje figurativo autónomo, resultado de su meditación sobre una serie de referencias culturales que lo alejan de las formulaciones polémicas de la vanguardia cubista y futurista, entonces en pleno desarrollo en la capital del arte. En el Salón de otoño de 1912 el artista presenta tres cuadros: El enigma de una tarde de otoño, El enigma del oráculo y el Autorretrato, en el mismo Salón donde se presentaba la Maison Cubiste construida por Duchamp-Villon y decorada bajo la dirección de André Mare. En aquel contexto, las obras del artista constituyen una presencia totalmente extraña en el panorama artístico parisino. Sin embargo, de mayor importancia fue la exposición que organizó él mismo en su estudio, a comienzos de octubre de 1913. De Chirico presentó allí todas las pinturas metafísicas que había realizado hasta entonces, más de treinta lienzos. Sobre esta exposición, se publicarán algunas críticas, entre otras, la del poeta Guillaume Apollinaire, quien las denominó «pinturas extrañamente metafísicas»; era el primero en emplear este término en público. En un artículo en la revista Les Soirées de Paris (que reunía, junto a los hermanos de Chirico artistas célebres como Picasso, Picabia o Pierre Roy) Apollinaire escribía: «El arte de este joven pintor es un arte cerebral… Las fuertes y muy modernas sensaciones de M. de Chirico toman a menudo formas arquitecturales. Se trata de estaciones con relojes, torres, estatuas, grandes plazas desiertas; en el horizonte pasan trenes. He aquí algunos títulos simplificados para estas pinturas extrañamente metafísicas…».
Nómada y sin patria como De Chirico, este homenaje a su amigo poeta muestra el perfil característico de Apollinaire, como sombra o blanco de una caseta de tiro. En primer plano, un busto clásico con gafas de sol, una alusión al vidente ciego de la Antigüedad. El pez y la concha hacen referencia simbólicamente a la poesía como arte con poderes curativos y proféticos.
Durante el fructífero año de 1914, el ambiente de la gran ciudad comenzó a dejar su huella en la obra del pintor. En el entorno de su estudio de Montparnasse, De Chirico podía ver las altas chimeneas de las fábricas y las obras que estaban alzando nuevos barrios; en sus paseos descubría objetos, como los furgones cerrados o semicerrados que le parecían signos inquietantes. «Los demonios de la ciudad me señalaban el camino», anotó; en el mismo texto describió una imagen sugerente que se transformó directamente en su cuadro El enigma de la fatalidad: «El gran guante de cinc teñido, con siniestras uñas doradas, que se mecía sobre la puerta de la tienda en el desconsolador viento de la ciudad por la tarde, me indicaba los signos herméticos de una nueva melancolía al dirigir su dedo índice a las baldosas de piedra de la acera». En la obra de De Chirico, el guante aparecerá de nuevo, poco después, en su famosa obra Canto de amor, un cuadro de gran fuerza plástica, donde el principio de la combinación enigmática de elementos incompatibles encuentra un primer apogeo.
El encuentro de dos sombras en una plaza: la niña jugando al aro, ella misma una sombra, se acerca corriendo a la sombra de una estatua invisible. El cuadro está dividido en un mundo de oscuridad y un mundo de luz, que solo pueden coexistir porque están construidos siguiendo dos puntos de fuga distintos.
El formato del cuadro, fuera de lo común, se debe al significado del triángulo como símbolo místico y mágico de las figuras geométricas. De Chirico se basa en los textos filosóficos de Otto Weininger, quien hablaba del efecto inquietante del triángulo.
En una serie de cuadros, De Chirico aborda el tema de Ariadna durmiente, basados a su vez en la lectura de Nietzsche. En la interpretación que hace el poeta del mito, la figura de Ariadna representa el principio femenino del arte, el conocimiento intuitivo. Su despertar por el dios Dionisio se convierte en el símbolo del retorno al laberinto, a cuyos enigmas se enfrenta el osado pensador, metáfora de un proceso artístico que revela el lado inusitado, «metafísico», del mundo real.
En el motivo de Ariadna, De Chirico había encontrado además un símbolo que puede leerse como clave para la composición y la factura de sus cuadros. La idea de un retorno al laberinto y de una confrontación con los enigmas del universo encuentra su transposición visual en los cuadros de De Chirico – sus «Plazas de Italia» son asimismo laberintos en los que las perspectivas se han multiplicado y las leyes de la naturaleza se contradicen mutuamente. Turín, vista casi con los ojos de Nietzsche o vivida con las mismas emociones del poeta, dejó numerosas huellas en la obra del pintor, por ejemplo en La torre roja pintada en 1913 y que será el primer cuadro de De Chirico que encontrará comprador. La estatua ecuestre, cuya negra silueta aparece extrañamente viva y amenazadora que emerge detrás de las arcadas, es una adaptación del monumento ecuestre de la piazza San Carlo que Nietzsche veía desde la ventana de su apartamento de Turín. El motivo de las gigantescas torres que se elevan más allá del horizonte se debe en gran parte al Turín de Nietzsche. La nostalgia del infinito, por ejemplo, se inspira de forma manifiesta de la Mole Antonelliana. La altura de la torre se ve acentuada por la colina que parece levantar el edificio y el espacio parece ampliarse.
Por otra parte, en las telas de De Chirico aparecen semejanzas con los edificios pintados en los frescos de Giotto en Florencia y Padua. Si, en El enigma de una tarde de otoño, el edificio coincide con la fachada pintada por Giotto en una Historia franciscana de la Capella Bardi en Santa Croce, en las pinturas de París son sobre todo sus torres que se toman como modelo: la torre roja que aparece en la Liberación de Pedro de Asís en la basílica superior de Asís es del mismo color y estructura similar a la de la pintura de Giorgio de Chirico. Y en el mismo fresco de Giotto hay una torre muy peculiar, con su cuerpo de albañilería rodeado de una logia abierta, idéntica a la de La gran torre de Düsseldorf y La torre de Zurich, pintada en 1913. Además, la relación con estas estructuras antiguas pero al mismo tiempo audaces, es sugerida por Chirico en dos artículos publicados en la revista Valore Plastici en los años veinte, donde la arquitectura de Giotto se describe como «espacios metafísicos» que disimulan secretos y misterios, el sentimiento de una imponderable sorpresa que busca también de Chirico.
«Sobre las plazas de las ciudades, las sombras exponen sus enigmas geométricos. Por encima de los muros se alzan torres sin sentido, con pequeñas banderas de colores en su punta. Por doquier infinitud, por doquier misterio. La profundidad de la cúpula despierta vértigo a todo el que la mira fijamente. Siente un escalofrío, se siente atraído al abismo». Giorgio de Chirico
La aparición de los maniquíes
«Vivir en el mundo como en un inmenso museo de extrañezas, lleno de curiosos juguetes variopintos que cambian de aspecto, que, a veces, como niños, rompemos para ver cómo están hechos por dentro, para descubrir, decepcionados, que están vacíos»: juguetes, piezas de ajedrez, pedazos de latas de conservas, llaves para mecanismos rotos, castillos de cartón, bolas de trapos ayudarán a De Chirico en su «triste taller de la calle Campagne-Première» en Montparnasse, dónde tiene la intuición «que es necesario descubrir el ojo en todas las cosas». En efecto, Apollinaire, Savinio y De Chirico desarrollaron, en estrecha colaboración – en la primera mitad de 1914 – el motivo del maniquí articulado sin rostro, como sustituto mudo y ciego del hombre que poblará a partir de hora los cuadros de De Chirico: La ventana abierta que aparece en el Viaje sin fin (1914), muestra las nuevas especulaciones sobre los misterios de la astronomía, anotadas de forma matemática en la pizarra, donde De Chirico dibuja un esbozo del maniquí que aparece en La Nostalgia del poeta, aquí transformado en un cuerpo femenino sobre el cual se han reproducido los ropajes de mármol de la Kore de los Museos Capitolinos, con el ojo – el tercer ojo central – concebido como una máscara elegante.
Nuevas imágenes metafísicas aparecen en el cuadro El vaticinador (1915), ahora un maniquí completo, pero sin brazos, con un ojo central con forma de estrella, sentado en un bloque de madera colocado sobre una plaza en pendiente cuyo carácter escénico es puesto de manifiesto por el suelo de tablones y, en segundo plano, De Chirico elabora una arquitectura que se ha identificado con el palacio Carignano de Turín. En primer plano, una pizarra, donde han sido dibujados algunos elementos iconográficos que el pintor utiliza con frecuencia (el muro, la arcada, el personaje visto de espaldas perdido en sus pensamientos) y el nombre «Turín», la ciudad que vio a Nietzsche «volverse loco». Se trata de una pintura-manifiesto, en la cual la aventura creativa se pone por delante del artista-oráculo, el poeta que descifra señales, ciego pero dotado del potente «ojo del espíritu».
«Sa lei come si chiama il poeta più profondo? Probabilmente lei mi parlerà subito di Dante, di Goethe e di altra gente. Sono tutti malintesi. Il poeta più profondo si chiama Friedrich Nietzsche» (Giorgio de Chirico).
Ferrara metafísica
El estallido de la Primera Guerra Mundial interrumpió bruscamente las actividades artísticas de Giorgio de Chirico en París. Apollinaire se marcha de la capital francesa, ya soldado, en septiembre de 1914. En mayo de 1915, Italia declara la guerra a Austria y promete una amnistía para todos los desertores que se presentarán inmediatamente. De Chirico aprovecha esta oportunidad de eludir la pena de prisión que se le había impuesto y se presenta a finales de mayo, con su hermano Alberto Savinio, en Florencia. Para su tranquilidad, no fueron enviados al frente, sino que les destinaron a unas oficinas de Ferrara. Al principio, los hermanos sufren mucho en esa situación de aislamiento e intentan mantener las relaciones con París mediante una intensa correspondencia. Sin embargo, con el paso del tiempo comenzaron a apreciar la extraña belleza de esa capital de provincia, con un ambiente muy cerrado y con una cultura judía muy viva. En un escrito de 1920 de Chirico dice: «Ferrara es la ciudad de las sorpresas; además ofrece en algunos lugares, como en esta inefable plaza aristotélica, la imagen espléndida y fantástica y la belleza sutil que asombra al espectador e ilustra los misterios de la inteligencia. Esta ciudad ofrece también la ventaja de conservar de una manera muy especial fragmentos de la larga noche medieval».
De Chirico cita en sus cuadros el punto más característico de la imagen urbana de Ferrara, el imponente palacio de los Este, la familia, cuya corte renacentista se convirtió también en un punto de encuentro para artistas (algunos de ellos crearon la célebre Escuela de Ferrara). En los lienzos del pintor, las edificaciones urbanas se alzan junto con objetos ampliados por el ojo visionario, «un laboratorio de alquimista». Escuadras, líneas, mapas topográficos, «el cuadro dentro del cuadro», y también, galletas, golosinas, panes, cajas de fósforos, carretes de hilo, guantes clavados a una tabla llena de signos, invaden las salas. Son los «interiores metafísicos», inspirados por «algunos aspectos de los interni ferrarese, como las ventanas, ciertas tiendas y albergues, algunos barrios, como el antiguo Gueto, donde se elaboraban bizcochos y galletas con formas extremadamente metafísicas y extrañas.» La ciudad italiana, «altamente metafísica», atravesada por una locura subyacente – que de Chirico atribuye, como algunos médicos de aquel tiempo, a las exhalaciones del cáñamo que se cultivaba en los límites de la ciudad – envuelve al artista en una atmósfera de melancólico abandono.
De Chirico recordaría que Ferrara le había impresionado inmediatamente, sobre todo por el ambiente único de la ciudad, con las vitrinas y escaparates de los pequeños talleres, comercios y panaderías del barrio judío, en los que se exponían los más diversos objetos y bollerías de formas singulares.
La historia del inventor de este nuevo modo de expresión artística, lo que hoy llamamos pintura metafísica, cruza el siglo con experiencias contradictorias. La aventura surrealista, los desacuerdos con este grupo, la banalización de la iconografía metafísica en América, la adhesión al fascismo y su postura ante las leyes raciales, luego la vuelta a París y la pintura neobarroca, no son más que repeticiones de sus propias obras y de sus propios temas. La autocitación practicada en las últimas décadas de su vida puede considerarse como un acto supremo de narcisismo estético, en el que De Chirico pasaría a ser solamente manierista de sí mismo, si no fuera por la divertida excitación del juego, la exageración nietzscheana que, con inocencia infantil, le permite mezclar enigma y verdad, sueño y cotidianidad, invención y citación. Los disfraces variados que revistió De Chirico a lo largo de su vida, lo hacen volver de nuevo, por última vez, a Ulises, el viajero mítico con quien el pintor ya se identificaba en los comienzos de su búsqueda artística.