Émile Bernard y la escuela de Pont-Aven
Nacido en Lille el 28 de abril de 1868, Emile Bernard muestra ya desde la infancia una marcada predisposición por el dibujo y la pintura. Estudia en el taller de Cormon, donde tendrá como compañero de estudio a Toulouse-Lautrec. Primero se sentirá atraído por el impresionismo, pero el realismo y el naturalismo típicos de esta corriente no le satisfacen. A los dieciocho años, durante su estancia en Pont-Aven, conoce a Gauguin, cuya fuerte personalidad lo fascina.
De vuelta a París, entabla amistad con Vincent van Gogh, con quien expone en 1887. A principios de 1888, Gauguin y Bernard perfeccionan nuevos estilos a los que llaman sintetismo y closionismo, basándose en las estampas japonesas y en la antigua tradición del arte medieval. Esta fórmula es evidente en las numerosas obras en las que Bernard representa a los campesinos bretones, en los que admira su religiosidad, el gusto por el trabajo, la vida simple y serena.
Émile Bernard toma prestadas a Gauguin dos fórmulas originales que desarrolló durante su estancia en Pont-Aven: el formato inusual del lienzo para un paisaje y la representación de una joven bretona de espaldas. La aportación de Bernard consiste en la aplicación de pequeños puntos unidos formando una textura apretada y la estructura rigurosa de los contornos.
La composición es deliberadamente asimétrica con formas geométricas que interrumpen las curvas naturales del paisaje. Bernard instala aquí un equilibrio entre la belleza del paisaje y un motivo decorativo representado por la joven apoyada en la balaustrada.
La anexión de los dos personajes cortados, anuncia claramente un distanciamiento de la práctica impresionista. Degas ya había explorado este tipo de representación de figuras, de un excelente efecto «moderno», como si salieran de una instantánea. En esta forma de pintar las figuras, Bernard muestra su reciente descubrimiento de las estampas japonesas, especialmente en las áreas de colores planos delimitadas con líneas simples y limpias.
Gauguin y Bernard eligen el término synthétique porque quieren simplificar la realidad, pintando no sur le motif (del natural), sino de memoria. Con el término cloisonniste, evocan las vastas superficies de colores planos con contornos oscuros, similares a las líneas continuas que delimitan las superficies de diferentes colores de los vitrales góticos. No se sabe con certeza quién es el iniciador de este nuevo estilo, que nació durante las largas discusiones de los dos pintores en la pensión Gloanec en Pont-Aven: algunos años después, cuando la amistad entre Gauguin y Bernard se rompe, ambos están convencidos de haber sido el verdadero inventor y acusa al otro de apropiación.
Este cuadro resume por sí sólo el estilo decorativo y sintético de Bernard en Pont-Aven. Hacia finales del mismo año, este estilo se expresaría en la famosa serie de zincografías a las que llamó «Les Bretonneries» realizadas en París, y en concreto la titulada «Le Moissonneur».
En aquella época, cuando la crítica se refería a la escuela de Pont-Aven y no ponía en valor la obra de Bernard, éste tomaba la pluma para defenderse y expresar su punto de vista. Ello tuvo un efecto adverso, pues forzó al público a confrontar su obra con la de Gauguin. Sin embargo, algunos trabajos de esta estancia en Pont-Aven muestran la independencia de Bernard respecto a Gauguin, incluso si aún no había encontrado su estilo.
Los Peupliers rouges y Madeleine au Bois d’Amour se pintaron en Pont-Aven en 1888, y provocaron una emoción tan viva en Gauguin que los describió a Van Gogh a su llegada a Arles. Estas pinturas demuestran el increíble poder de la invención de Bernard cuando conoció a Gauguin. De hecho, había logrado combinar el estilo cloisonista incorporando pinceladas cezanescas y reduciendo su paleta esencialmente al verde y al púrpura con un poco de amarillo. Este único aspecto de la producción de Bernard es suficiente para situarlo en primera línea de la pintura moderna. Gauguin y Van Gogh (que le doblaban la edad), aunque compartiendo características de estilo evidentes en algunas de sus pinturas, Madeleine en el bosque del Amor puede ser una excepción por su tema simbolista que asocia un bosque y la figura de una joven tendida y meditativa.
La pintura muestra a la hermana menor del pintor, Madeleine, como una musa moderna, tendida bajo los árboles del Bois d’Amour, en el borde del Aven, el río que baña Pont-Aven. En agosto de 1888, la joven de diecisiete años vino con su madre a Pont-Aven a visitar a su hermano y conoce a Gauguin que por aquel entonces ya había cumplido los cuarenta. El pintor se enamora de ella y le dedica un bello retrato (actualmente en el museo de Grenoble) pero la joven no comparte su amor y elige como compañero a Charles Laval, un discípulo de Gauguin.
Este gran cuadro condensa todas las potencialidades del estilo de Bernard. Con un dominio pictórico lleno de delicadeza, el joven artista ha creado una composición con formas elegantes, elaborada por medio de trazos deliberadamente verticales. El primer plano compone una escena en la que el ballet de los segadores se despliega en medio de las gavillas de formas extrañas. Sus cálidas armonías de ocres y amarillos contrastan con el frío color turquesa del arco formado por la bahía de Saint-Briac, rodeada de arena, mar y cielo.
El joven Bernard que ya había mostrado interés por la Rosa-Cruz (Rose-Croix) y los pintores simbolistas, sus dudas artísticas lo hicieron vulnerable a las predicaciones de Péladan que pasaba el verano de 1891 en Saint-Briac. Bernard tenía una concepción del arte religioso muy alejada de lo que defendía Péladan, le preocupaban más las cuestiones puramente pictóricas. Probablemente y en respuesta a las dudas que sentía, en las raras pinturas religiosas que pintó, buscó sobre todo desarrollar el simbolismo pictórico hasta sus límites extremos, como es el caso en Procesión en Saint-Briac.
A principios de 1893 se perfiló para Bernard el comienzo de un renombre internacional. Octave Maus, un abogado de Bruselas y figura destacada en la organización del grupo de Los XX, lo invitó a participar en su décimo Salon anual. El artista propuso exponer el paravent (biombo) que había realizado en 1891 para Anna Boch, pintora y hermana de su amigo Eugène. Aunque ejecutado dos años antes, esta obra es un magnífico ejemplo del moderno estilo decorativo y sintético de Bernard. El artista desarrolló hasta el extremo el estilo sintético que había adoptado en el paravent para Anna Boch, en una serie de tres grandes pinturas (Bretonas entrando a la iglesia, Las lavanderas, Bretonas con sombrillas) ejecutadas sobre lienzo o cartón. Estas pinturas muestran el alto grado de investigación de Bernard sobre el sintetismo hasta llegar a una simplificación general de las formas.
Con una magnífica sobriedad, el biombo muestra las cuatro estaciones y en primer plano las siluetas de mujeres bretonas vestidas de azul ultramar y sencillos tocados blancos. Cada hoja se refiere al trabajo agrícola relacionado con cada estación. El conjunto presenta una interacción abstracta, musical, de curvas y colores. Los versos del poeta simbolista belga, Émile Verhaeren, están inscritos en las faldas de las campesinas y en el paisaje.
El viaje a Egipto
El viaje a Egipto, comparable a una huida frente al apogeo de la gloria de Gauguin, puede difícilmente pasar por una simple coincidencia: «Partir, huir lejos, lejos de todo y donde sea, siempre que sea hacia lo desconocido». Emile Bernard considera la urgencia de otras perspectivas cuando Gauguin le propone en 1891 irse con él a Madagascar para fundar «el taller de los trópicos». Pero la ruptura con Gauguin es definitiva. Bernard decidió viajar a Oriente y a Egipto en particular, persuadido de que allí realizaría su obra maestra. Mientras decoraba el Colegio San Luis de Tantah a principios de 1894, Bernard conoció a un joven sirio, profesor de árabe, que le hacía de guía en El Cairo. Bernard necesitaba modelos y el joven le presentó a una familia cristiana de Siria, los Saati. Inmediatamente se enamora de una de las hijas, Hanenah, de unos quince años, con quien se casa, contento de tener al lado una mujer «hermosa y sumisa» convencido de salvarla de su miserable condición y evitarle así un matrimonio forzado.
El «azul ultramar» y la «laca carminada» recientemente enviados por sus padres le permitieron emprender lo que quizás sea la obra maestra de su período egipcio: El cuadro Mujeres sacando agua del Nilo que describe en una carta de febrero de 1899: «Son mujeres con velos de seda negra en un paisaje. Por lo tanto, gama de negro, con muchas notas claras (rosas, amarillos, verdes, etc.).» De este inmenso lienzo de tres metros de ancho emerge un profundo respeto por el estilo de vida egipcio. El artista vuelve a tratar el tema que le había obsesionado cuando comenzó a pintar sobre lienzo durante su estancia en Tantah: mujeres, como cariátides, llevando todo tipo de recipientes en la cabeza.
Bernard ha dividido la composición en dos grupos de figuras a tamaño natural, separadas por una vista del Nilo. Las mujeres de la derecha caminan a lo largo de la orilla, llevando grandes jarras vacías oscilando sobre sus cabezas mientras que las de la izquierda las van llenando de agua, o están a punto de regresar.
Es evidente que estas figuras han sido cuidadosamente estudiadas en el taller, pero también están conectadas entre sí con gran sutileza mediante gestos y miradas y por la luz dorada de la tarde que consolida la armonía del conjunto.
En Egipto, Bernard tendrá a su disposición a numerosos modelos femeninos y masculinos que posarán para él lo que le facilitará la realización de grandes lienzos concebidos «como si fuera un libro que narra, a través de los ojos, la vida oriental». En el cuadro Las tres razas, hay representados tres desnudos femeninos pertenecientes a diferentes grupos étnicos. Las figuras están integradas en un motivo decorativo, sin que se idealice su desnudez. En Los músicos árabes, la figura de su mujer Hanenah a la izquierda, de pie al lado de la puerta, con un niño en brazos, probablemente el hijo de la pareja, Odilon, le da una cierta intimidad al conjunto.
El retorno a los maestros antiguos
El amor de Émile Bernard por los maestros antiguos se pone ya de manifiesto en 1893 en el transcurso de un viaje a Roma, donde visitó la Capilla Sixtina y las Stanze de Rafael, y más tarde en Florencia se apasiona por Giotto y Fra Angelico. Su viaje a Nápoles y a Andalucía (1896-1897) contribuyó al desarrollo de un proyecto dirigido hacia nuevas aventuras estilísticas. En 1900, Venecia se convierte en «la España de Italia» como él mismo cuenta en una carta a su madre el 13 de agosto del mismo año: «difunde un sabor de gracia y austeridad en todas las cosas, incluso en el lenguaje donde las palabras andaluzas se deslizan hasta los trajes de las mujeres. Vi la Plaza de San Marcos, una de las maravillas de la tierra. Es un lugar a la vez noble, místico, poderoso y cautivador. Lo que admiro yo es el Oriente, siempre el Oriente. Además, el Oriente ha contribuido a la belleza del mundo y a la de Venecia.» Sin embargo, Bernard sondeará todas las obras maestras del norte de Italia. «En Verona, el Veronés, en Mantua, Mantegna, en Parma, Correggio, en Milán, Leonardo da Vinci. Todas estas ciudades son como páginas de un gran libro que tengo que leer para consolar mi talento, para sentirme maduro en mi arte.»
El cuadro Mendigos españoles marcó un paso importante en la carrera artística de Bernard, no sólo en el plan estilístico, también en el contenido. Realizado en Sevilla, con este cuadro el artista asimila completamente la influencia estilística de Zurbarán y la traslada a una descripción monumental de la vida moderna; Picasso, tuvo la oportunidad de ver la obra de Bernard en 1901, cuando expuso por primera vez en París en la galería de Ambroise Vollard. En el verano del mismo año, Picasso comenzaría su propia serie de figuras demacradas, personajes marginales en azul y negro, el llamado periodo azul.
Más tarde, las estancias que hizo Bernard en Venecia representaron una vuelta al pasado, tomando como punto de partida las obras de los maestros venecianos, «pero un pasado en el que todavía se podía vivir». Su devoción por Venecia lo incitó a expresar su inclinación por el pasado en general: «Así, el respeto por el Pasado nos aparece como el respeto por nosotros mismos. No fue sólo un sentimiento innato, sino una ley de nuestro destino». Sus visitas a las iglesias, les scuole y la Accademia lo llevaron a adoptar una nueva orientación estilística y técnica. Ahora pretendía alcanzar «la conquista definitiva del color». Sus estancias en Venecia (la primera fue en 1900) reflejan la lección de Tintoretto, pero también la influencia de Veronese y Tiziano.
En este gran cuadro, Bernard asocia una representación casi de tamaño natural de mujeres venecianas en primer plano y al fondo, la evocación de la Ciudad de los Dogos. La elegancia etérea del colorido de Veronese en las mujeres y los niños vestidos de colores brillantes que circulan por el puente, recuerdan a las figuras que hay a lo largo de la balaustrada de la «Cena en casa de Leví» de la Accademia. Al igual que en esta obra maestra, el fondo arquitectónico del cuadro de Bernard es casi monocromo, una especie de azul plateado. Esta tonalidad, que Bernard vio en la obra de Veronese, colorea todo el cuadro y especialmente las carnaciones. Los niños equilibran las siluetas esculturales de las venecianas: un niño se rinde con gracia a un suave ensueño, mientras que una niña, cerca del borde derecho del cuadro, parece completamente absorta en la contemplación de su muñeca.
La crisis existencial que Bernard atravesó en 1918, unida a sus desengaños sentimentales, engendró un tiempo de reflexión e introspección que le recordó sus grandes metas. Todavía soñaba con vastas composiciones. Ya, durante su viaje a pie a Bretaña en 1886, creía que su verdadera ambición era pintar lo que él llamaba une grande machine (una obra grandiosa). En 1924, publicó un libro enteramente dedicado a Miguel Ángel, basado en El juicio final y en los frescos de la Capilla Paolina, donde llega a la asombrosa conclusión de que las últimas obras de Miguel Ángel fueron las que más impacto le causaron: «un gran colorista y un gran pintor, el más grande de todos». En su serie El ciclo humano, el objetivo principal de Bernard era representar una síntesis heroica de la historia de la civilización. El orden exacto parece ser cronológico: La construcción del Templo; Los Héroes y los Dioses; Cristo sanando a los enfermos; La duda. En esta serie, los medios pictóricos son los de la pintura de historia, es decir: composición, claroscuro, color, acción humana, gesto, expresión del rostro.
La duda, o La era moderna, muestra a la humanidad sometida a la influencia del diablo que aparece arriba del cuadro rodeado de tinieblas. Bernard quiere representar al hombre moderno sumido en la desesperación: la violencia, la lubricidad y la destrucción causan estragos. A la derecha, un monolito blanco con inquietante busto se erige en medio de la multitud inquieta. Como un nuevo rey Midas, esta figura representa el mercantilismo y la codicia, los valores de la sociedad moderna que Bernard aborrecía.
El encuentro con Cézanne
En 1887, en la famosa tienda del padre Tanguy en París, el joven Bernard había quedado profundamente conmovido ante las pinturas de Cézanne. El comerciante era el único en exponer las obras del pintor en aquella época. A Bernard le impresionaron sus «paisajes infantiles: casas rojas enredadas con árboles raquíticos, setos primitivos; bodegones: manzanas redondeadas casi al compás, peras triangulares, fruteros torcidos, servilletas dobladas furiosamente; retratos. Todo verde botella, rojo ladrillo, amarillo ocre, azul ultramar». La simplificación de las formas, el carácter directo, el uso concreto de los colores, o para ser más precisos, de los pigmentos, características de un estilo que sentía como primitivo, duro, lo atrajeron particularmente. Desde este primer escrito de 1891 hasta el primer encuentro entre los dos artistas en 1904, Bernard proclamará su admiración por Cézanne: «Qué pequeña, insignificante y de escaso alcance me parece mi reseña de este gran diablo que adoro en su infierno.» En febrero de 1904, fue a Aix-en-Provence para conocer a su maestro y realizó su sueño de juventud en el que se proclamaba «enamorado de su pintura». Incluso si desde su primer encuentro se dio cuenta de que su concepción del arte no era la misma, se instaló durante un mes en Aix con su familia, para quedarse «al lado de Paul Cézanne». De alguna manera, sintió la necesidad de apropiárselo, él, que había sido su principal defensor.
A finales del siglo XX, la obra de juventud de Émile Bernard contribuyó de forma decisiva a la transición al arte moderno y al nacimiento del simbolismo pictórico. Luego, a principios del siglo XX, un primer y radical cambio en su pintura, en yuxtaposición con la anterior, lo coloca en la vanguardia del movimiento pictórico llamado «Retorno al orden», que se desarrollará en Europa alrededor de 1918.
Bibliografía
Leeman, Fred. Émile Bernard (1868-1941). Citadelles & Mazenot, 2013
Lutti, Jean-Jacques ; Israël, Armand. Émile Bernard, sa vie, son œuvre. Éditions Catalogues raisonnés, 2012
Penot, Christophe. Émile Bernard. Héraut de la peinture moderne. Cristel Éditeur d’Art, 2015
Collectif. Époque de Pont-Aven. Catalogue exposition Émile Bernard. Galerie Malingue, Paris, 2010
Morane, Daniel. Émile Bernard. Catalogue de l’œuvre gravée. Musée de Pont-Aven. 2000