El mecenazgo de Isabella d’Este
Con Isabella d’Este (1474-1539), hija de Ercole d’Este y esposa de Francesco Gonzaga, el mecenazgo en Mantua conoció una segunda edad de oro. Contando con menos recursos que sus antecesores, pero sabiendo hacer uso y a veces abusando de su autoridad, consiguió reunir una serie de objetos de arte sorprendentes, no para la admiración del público, sino para su propio deleite.[:]
Isabella no tenía fortuna personal y al parecer no fue de una extraordinaria belleza, méritos sin los cuales, en aquella sociedad, no era fácil para una mujer imponer su personalidad en público. Sin embargo, Isabella podía confiar en una amplia red de relaciones, empezando por las de su familia: su padre, Ercole de Este, era duque de Ferrara y su madre, Leonor de Aragón, era hija de Ferrante, rey de Nápoles. Su hermana Beatriz se casó con Ludovico el Moro, quien fue señor de Milán hasta 1499. Uno de sus hermanos, Alfonso, se convirtió en duque de Ferrara y otro hermano llamado Hipólito, fue uno de los cardenales más ricos de la Curia. En cuanto a sus hijos, su adorado Federico se convertiría en duque de Mantua y mecenas de Giulio Romano, Ercole sería nombrado cardenal y Eleonora se casaría con el duque de Urbino. Con un amplio abanico de relaciones y una voluntad indomable – su marido, Francesco Gonzaga, quien se lamentaba de tener «una esposa de aquellas que siempre hacen lo que quieren», la describe no obstante como una «mujer de versadas opiniones» – Isabella quería distinguirse dentro del complejo sistema de cortes italianas descritas con tanta agudeza en el libro «El Cortesano» de Baldassare Castiglione, político y escritor mantuano, bien conocido de la marquesa. En este contexto, Isabella decide construir su imagen dedicándose a las artes y las letras. Gracias a numerosos documentos de archivo, sabemos que Isabella estaba en contacto con los más grandes escritores de su tiempo: Castiglione, Matteo Bandello, Pietro Bembo, Mario Equicola y Paolo Giovio. El mismo Ariosto cita su nombre en Orlando furioso.
Si Isabella concedía gran importancia a su inteligencia, no por ello descuidaba su imagen, siguiendo cuidadosamente la moda y hasta lanzándola ella misma. Aunque no le gustaba posar, aspiraba a ser representada por los artistas más famosos de su época. Alrededor de 1499, Gian Cristoforo Romano le hizo un retrato de perfil sobre una una medalla de oro y piedras preciosas. Es a partir de este ejemplar – o de otro de menor valor, como los que Isabella solía regalar a los que se habían distinguido a su servicio – que Leonardo da Vinci, quien se encontraba en Mantua, reproduce la efigie de la marquesa en dos dibujos, uno de los cuales se conserva en el Louvre. Tres décadas más tarde, en 1536, debió alegrarse secretamente al ver su imagen pintada por Tiziano quien se basó en otro retrato de la marquesa pintado por Francesco Francia en 1511, inspirado a su vez de un modelo anterior de Lorenzo Costa. El retrato retrospectivo de Tiziano es el de una mujer joven y hermosa, muy diferente de la marquesa, que contaba ya sesenta y tres años.
Isabella abandona Ferrara su ciudad natal y llega a Mantua en 1490, a la edad de diecisiete años, para casarse con el marqués Francesco Gonzaga II, nieto de Ludovico. Francesco era un condotiero que amaba más las armas, los perros y los caballos, que las artes. Ella hizo su entrada en la ciudad en un carro adornado con pinturas realizadas por Ercole de’ Roberti – uno de los más grandes pintores de Ferrara en aquel momento – pasando debajo de cinco arcos de triunfo efímeros erigidos para la ocasión, en su camino al castillo de San Giorgio, donde se le habían reservado, a pocos metros de la Cámara de los Esposos, pintada al fresco por Mantegna, sus apartamentos privados que constaban de dos habitaciones y una serie de pequeñas salas, incluyendo una capilla, una biblioteca y el studiolo que se convertiría en uno de sus principales reclamos de la fama.
Nacida en Ferrara en 1474, Isabella creará en la ciudad de los Gonzaga una de las cortes más refinadas del Renacimiento. Fue ella quien diseñó el tocado circular que lleva en este retrato que consiste en una red de guirnaldas en forma de corona, realizado con un material flexible o en alambre de metal precioso y se adorna con piedras preciosas. Isabella encargó este retrato a Tiziano, sin someterse a la pose, pero pidiéndole que reinventara una imagen suya de treinta años atrás. Al ver el resultado, escribió al pintor: «Dudamos haber sido, a la edad que sea, tan bella como en este retrato.» Isabella d’Este, vestida con cierta pretensión, muestra un rostro bello pero obstinado.
El studiolo de Isabella en el Castillo San Giorgio
A su llegada a Mantua, Isabella hizo decorar su studiolo con símbolos y emblemas heráldicos, por artistas locales poco conocidos. Pronto, sin embargo, concibió nuevos y más ambiciosos proyectos para el pequeño espacio privado dedicado al entretenimiento y a la música, y donde pasaba largas horas en compañía de su pequeña corte. Era allí, sin duda, donde recordaba el esplendor de la vida en Ferrara, donde su tío Leonello había instalado en la villa suburbana de Belfiore, un espacio dedicado a las Musas. Inspirándose en este ejemplo, y después de una larga estancia en la corte de su padre en 1495, Isabella decide emprender una renovación radical del studiolo. Ella quería que las paredes fueran decoradas con una serie de lienzos con asuntos edificantes de excepcional belleza, encargándolos a aquellos artistas que Isabella consideraba los mejores del momento: primero, Andrea Mantegna, después Perugino y por último al ferrarés Lorenzo Costa. Isabella d’Este hubiera querido añadirles Giovanni Bellini y, en 1501, Leonardo da Vinci. Pero, por diversas razones, ninguno de ellos participó en la empresa. Sandro Botticelli y Filippino Lippi a los que también se había mencionado como posibles autores de las pinturas del studiolo, se mantuvieron al margen del grupo. La primera pintura realizada entre 1496 y 1497 fue El Parnaso de Mantegna, con Marte y Venus situados en la parte superior y apoyados en un seto, dominan el espacio del primer plano en el que danzan las nueve Musas al sonido de la cítara de Apolo. A la derecha, se sitúa el apuesto Mercurio con Pegaso, el caballo alado, y a la izquierda, en su cueva de fuego, Vulcano, el marido legítimo de Venus, prepara la delicada red con la que se prepara para vengar su manchado honor. En ninguno de los documentos conocidos se hace referencia a si fue un humanista quien sugirió al pintor este complejo tema iconográfico; lo cierto es que los contemporáneos vieron a Isabella d’Este en la figura de Venus, reina de un mundo armonioso, gobernado por el amor y la música.
Este cuadro presenta diversos problemas de lectura iconográfica. La presencia de las nueve Musas, el coro de danzarinas, es innegable. Según la tradición, su canto derriba las altas montañas, en la parte superior izquierda, a lo que Pegaso pone fin golpeando el suelo con sus cascos: a la derecha, el caballo alado acompañado de Mercurio, protector del adulterio – como Apolo – cuya presencia se debe a los amores entre Venus y Marte. Los dos amantes están de pie en la cima del Parnaso, cerca de la cama. A la izquierda, el marido engañado, Vulcano, aparece delante de la cueva donde está su forja, maldiciendo a la pareja infiel. Más abajo, sentado, se encuentra Apolo sosteniendo su lira. El cuadro debería llevar por título el que figura en los inventarios antiguos: Venus y Marte rodeados por los dioses, porque de ser el Parnaso, Apolo debería tener un papel más protagonista. En términos formales, en el lienzo aparecen signos que anuncian a los coloristas venecianos de principios del siglo XVI, y la armonía alcanzada por Rafael después de 1510.
En el segundo cuadro realizado por Mantegna en 1502, Minerva expulsando a los Vicios del jardín de la Virtud, el artista se aleja todavía más de las suaves atmósferas en las que se movía la pintura de este período y que gustaba especialmente a Isabella d’Este. Las personificaciones de los vicios, sumergidos hasta la cintura en un estanque, se acompañan de filacterias que hace posible su identificación: la Codicia, la Ignorancia, la Ingratitud, la Ociosidad y el Fraude. A la llegada de Minerva y Diana, los vicios, con sus estúpidas caras y sus cuerpos deformes, se alejan junto con grupos de sátiros y una Venus, sin duda terrestre, exhibe todo su esplendor montada en un centauro en arriesgado equilibrio. En la parte de arriba, detrás de los setos perfectamente cortados, se eleva una montaña de roca de color naranja, una nube gris y antropomórfica se recorta en el cielo y, en un disco de vapor, la Justicia, la Fortaleza y la Templanza esperan que Minerva haya finalizado su tarea.
Minerva (se corresponde con Atenea en la mitologia griega), diosa guerrera, una de las principales deidades del Olimpo, hija de Zeus, huye de la pasión y del amor, y se convierte en protectora de las artes y las ciencias (esta figura podría ser una alegoría de Isabella d’Este). Las fuentes literarias de este cuadro parecen ser « El sueño de Polifilo » (Venecia 1499), y « De genealogia deorum gentilium » de Boccaccio.
Durante ese tiempo, las negociaciones llevadas a cabo por Isabella d’Este para obtener una pintura de Giovanni Bellini y otra de Leonardo da Vinci fracasaron. Isabella se dirigió entonces a Perugino, quien en aquel momento disfrutaba de una posición preeminente en la jerarquía de los pintores italianos, imponiéndole, para un cuadro que debía representar el Combate entre el Amor y la Castidad un programa iconográfico increíblemente detallado, escrito por el astrólogo y humanista de la corte Paride de Ceresara. En 1503, Perugino, que entonces residía en Florencia, se comprometió a llevar a cabo el cuadro solicitado, siguiendo las detalladas indicaciones que Isabella le iba mandando por carta y que han llegado hasta nosotros. Después de una larga gestación, llena de desacuerdos y desilusiones, finalmente y con mucho alivio, Perugino termina la pintura en 1505 enviándola rápidamente a Mantua. Considerada floja y artificial, con figuras endebles perdidas en medio de un paisaje impersonal, la obra se vio sin duda oprimida por las bellas pinturas de Mantegna colgadas a cada lado, pero Isabella no pareció sentirse decepcionada.
Esta obra forma parte de la serie de cuadros que se utilizaron para decorar el studiolo de Isabella d’Este en Mantua. En una carta fechada el 19 de enero de 1505 dirigida a Perugino que se conserva, Isabella d’Este da instrucciones muy precisas al pintor para la realización de esta pintura.
En 1505 llega a Mantua la primera pintura de Lorenzo Costa, conocida como Alegoría de la corte de Isabella d’Este. El episodio central de esta obra, que a la marquesa quizá le hubiera gustado poner realmente en escena, ocurre en presencia de cuatro músicos y un pintor cortesano elegantemente vestido, quien ilustra el acontecimiento que un cronista registra por escrito, en un espacio delimitado por una arboleda. En primer plano, cerca de una elegante garza plateada, están sentadas dos jóvenes que coronan con guirnaldas de flores un ternero y una oveja – el significado se desconoce – mientras que Diana cazadora y un guerrero – probablemente Cadmo, esposo de Harmonía en cuyos pies yace un dragón sin vida – se presentan como los espíritus guardianes de la ceremonia. En segundo plano, se libra una batalla cerca de un lago, cuyas aguas se funden con el azul del horizonte.
Esta pintura forma parte de una serie de cinco cuadros, todos en el Louvre, que la marquesa de Mantua, encargó para decorar su primer studiolo situado en el Castello di San Giorgio de Mantua.
Cuando le sobrevino la muerte, el 13 de septiembre de 1506, Mantegna trabajaba en otra pintura para el studiolo, que representa el Reino de Comus. Se trata de un tema inusual que el maestro dejó en esbozo y que fue acabado hacia el año 1511 por Lorenzo Costa, quien desde la muerte de Mantegna hasta la llegada de Julio Romano en 1524, ocupó una posición de prestigio en la corte de los Gonzaga.
El ciclo pictórico del studiolo de Isabella d’Este se completó en casi diez años, con la colaboración de artistas venidos de distintas ciudades y un gran despliegue de recursos y de energía por parte de su incansable comitente y de sus agentes y asesores, quienes utilizaron textos de Boccaccio, Petrarca, Ovidio, Filostrato y otros autores menos conocidos. El carácter fragmentario de aquella iniciativa no propiciaba la existencia de un programa iconográfico unitario. Parece más bien que Isabella quiso representar en su studiolo el conflicto entre el vicio y la virtud, un asunto que se adaptaba a su naturaleza femenina, y quiso que los mejores artistas de su tiempo se involucraran en esta ilustración.
Isabella d’Este y las colecciones de antigüedades
Mientras se ocupaba de decorar su studiolo, Isabella d’Este no dejó de lado su afición por los vestigios de la Antigüedad, reuniendo una colección de objetos clásicos de diversos orígenes, entre ellos estatuas de mármol y de bronce. Aunque sus recursos financieros eran limitados y residía lejos de Roma, Isabella quiso formar parte del mundo de los coleccionistas, entre los cuales habían cardenales y príncipes, humanistas y nobles romanos que libraban una feroz competencia entre sí. Para poder instalar el número cada vez más creciente de objetos de su colección, Isabella hizo acondicionar otra estancia situada encima del Studiolo. El lugar fue decorado alrededor de 1505 por los hermanos Antonio y Paolo Mola, quienes realizaron paneles de marquetería en las paredes y el techo con los escudos de armas de Isabella que aun existen. Fue sin duda en este lugar donde se instalaron por primera vez dos Cupidos durmientes, uno de Praxíteles y otro de Miguel Ángel. Esta confrontación entre lo antiguo y lo moderno obtuvo un gran éxito y se convirtió en el tema central de las colecciones de Isabella. Además de estas esculturas, Isabella compró o recibió como regalo monedas y medallas antiguas, fragmentos de estatuas, como un brazo de bronce, una cabeza de Júpiter y un jarrón que le enviaron desde Roma en 1499. Hasta su muerte en 1539, cada año, Isabella realiza compras directamente o a través de alguno de sus muchos agentes en Roma, Venecia, Florencia, Nápoles y otros lugares. El escultor Pier Iacopo Alari Bonacolsi, conocido como l’Antico, se había especializado en la reproducción en pequeñas dimensiones de estatuas célebres de la Antigüedad. Además de la restauración de los mármoles de Isabella, hizo reproducciones en bronce del Espinario de los Museos Capitolinos, del Apolo del Belvedere, una Venus, y pequeños grupos escultóricos. Isabella recibió lujosas versiones de estas obras, que llevaban dorados rutilantes como los que se observan en el Apolo, hoy en el Kunsthistorisches Museum de Viena, o con pedestales adornados con antiguas monedas de oro, como en la Venus del mismo museo.
Isabella visitó Roma por primera vez entre 1514 y 1515, pero ya en 1507, sintió un «gran deseo» de ir «no para ver la corte y las diversas naciones, sino para ver las famosas ruinas y antigüedades de Roma y contemplar como debía ser aquella ciudad cuando triunfaba un emperador victorioso», como le escribe a su hermana Isabella Gonzaga, duquesa de Urbino. Cuando la marquesa de Mantua llegó finalmente a Roma, su entusiasmo por la Antigüedad fue tal que se le olvidó hasta de señalar en su carta que se acababa de inaugurar en el Vaticano, dos obras que transformarían el arte italiano: la bóveda la Capilla Sixtina de Miguel Ángel y las Estancias de Rafael en los apartamentos papales.
En 1520, Isabella organizó una serie de apartamentos en la planta baja de la Corte Vecchia del palacio de los Gonzaga, tanto para evitar tener que subir las agotadoras escaleras, como para poder ceder los apartamentos que había ocupado a su hijo Federico, quien en 1519, sucedió a su padre como marqués. Isabella transfirió a sus nuevos apartamentos todas las obras de arte que adornaban los que ocupaba anteriormente. Este espacio adicional permitió a la marquesa enriquecer el ciclo de pinturas que habían decorado su primer studiolo, añadiendo dos nuevos cuadros que encargó hacia 1530, a uno de los más grandes pintores de la época, Antonio Allegri llamado Correggio. Dos Alegorías del Vicio y la Virtud, que debían colocarse a cada lado de la puerta de entrada del nuevo espacio, completando así el ciclo iniciado treinta años atrás por Mantegna. Hacia 1530, Correggio realizará también para la corte de Mantua otros encargos importantes, entre ellos la serie con los Amores de Júpiter.
A pesar de su carácter abstracto y su sofistificación intelectual, los cuadros conservan una espontaneidad de sentimientos que culmina con el maravilloso descubrimiento de la burla del ángel, con sus rizos desordenados, lanzando una mirada de complicidad con el espectador, y un racimo de uvas en la mano, como una referencia directa a la intoxicación etílica de Marsias-Vicio que aparece en segundo plano, atado a un árbol y torturado por tres figuras femeninas. Detrás de él, han desaparecido las masas rocosas y las montañas límpidas y anaranjadas de Mantegna, para dar paso a un delicado paisaje que se desvanece en el azul del cielo, entre el verde de los árboles y las ondulantes colinas.
Concebidos como lugares donde relajarse y meditar, los gabinetes de Isabella tomaron rápidamente un carácter público. Desde principios del siglo XVI, los embajadores y los aristócratas, los artistas, escritores y coleccionistas que acudían a la corte, eran invitados a visitarlos. Entre sus invitados figuraba Pietro Bembo, gran coleccionista y uno de los escritores más influyentes del siglo XVI, y en 1519 los visitaron los pintores Tiziano y Dosso Dossi, que llegaron juntos desde Ferrara para ver las colecciones de arte de los Gonzaga. La fama de las colecciones de Isabella d’Este entre las cortes italianas, creció todavía más gracias a los numerosos elogios literarios que asociaban invariablemente la virtud de Isabella a sus colecciones.
Última actualización: 07-12-2023