La maniera moderna
La evolución de la «maniera moderna» (manierismo) es un estilo que puede describirse como «subversivo» y se opone a la elegante pero insignificante herencia dejada por el Quattrocento tardío.
En la década de 1540, esta «manera» convertirá en «arte oficial», un código formal que se extenderá a todas las cortes europeas para expresar el gusto «moderno» y transmitir, especialmente a través de los retratos, una imagen inalterable e intangible del poder absoluto. El ideal aristocrático, la etiqueta cortesana y la estabilidad del poder se expresan con formas congeladas, casi cristalizadas. Se trata de una acción cultural sofisticada y destinada a un público selecto y susceptible de apreciar el frío encanto de las imágenes «atemporales» e idealizadas. La representación naturalista de los personajes pasará a un segundo plano. La pintura adopta los códigos de una era moderna que no es sólo la de la formación de una nueva moral política, bajo la mirada de Maquiavelo, sino también el despertar de la autoconciencia. En esas condiciones, el retrato expresa las transformaciones sociales e intelectuales del siglo y tanto los artistas como sus comitentes son conscientes de ello. Considerando que Florencia no es ni Venecia ni Roma y sus grandes maestros manieristas como Pontormo, del Sarto, Bronzino no dan a sus figuras ni la sensualidad, ni la expresividad atormentada o alegre de un Tiziano o de un Lotto, la interioridad de sus personajes, restringida por códigos aristocráticos, no se pone de manifiesto.
Hacia 1508, después del extraordinario florecimiento de las artes, bajo los auspicios del primer gonfaloniero Soderini, la escena florentina pierde sus principales protagonistas: Rafael y Miguel Ángel responden a la llamada del papa Julio II y marchan a Roma, Leonardo vuelve a Milán, Fra Bartolomeo se instala en Venecia. La muerte de Sandro Botticelli en 1510 es la señal del inevitable cambio de generación.
Andrea del Sarto, el pintor perfecto
La obra de Andrea del Sarto (1486-1530), a quien Vasari define como el pintor perfecto, sirve de pasaje entre el estilo de los grandes maestros y la manera moderna. Dotado de un talento excepcional para el dibujo, inaugura la renovación de la tradición florentina, pero su progreso está lleno de implicaciones para el futuro. De hecho, sus discípulos lo desarrollarán con audacia y constituirán el primer núcleo de pintores manieristas. Después de su aprendizaje con Piero di Cosimo, copista meticuloso de los cartones de Leonardo y Miguel Ángel, Andrea del Sarto abre su propio taller en 1508, año en que Miguel Ángel y Rafael abandonaban Florencia. Gracias a esta circunstancia, obtuvo inmediatamente un importante encargo: el ciclo de frescos del pequeño Claustro de los Votos (Chiostrino dei Voti) de la Iglesia de la Santísima Annunziata, donde se puede apreciar una elegante evolución de las grandes escenas decorativas de Ghirlandaio. Del Sarto llevó a cabo un viaje de formación a Roma, donde pudo admirar las últimas obras de Rafael, Miguel Ángel y Sansovino, cuya influencia se refleja en la decoración monocromática muy original del claustro dello Scalzo. Esta obra marcará profundamente el dibujo florentino, ahora convertido en la maniera moderna. Del Sarto realizó una de sus obras más conocidas, la Virgen de las arpías (Florencia, Galería de los Uffizi) en 1517, justo antes de una breve estancia en Francia, siguiendo los pasos de Leonardo da Vinci y antes de Rosso Fiorentino, en la primera Escuela de Fontainebleau.
La dama lleva un tocado (balzo) de seda blanco y oro y sostiene una cesta con husillos para hacer encajes. Ello sugiere que la mujer pertenecía a una familia de patricios florentina dedicada a la industria textil entonces en pleno auge en Florencia, donde producían telas de lujo.
La pintura de Andrea del Sarto nunca fue original e innovadora: sin embargo, si se observan con detenimiento, en sus obras se puede encontrar una impresionante red de referencias a otros maestros. Captura con gran sensibilidad la esencia figurativa de sus predecesores y reorganiza las referencias estilísticas de la pintura florentina de los años 1520-1530. Sus retratos evocan a Perugino, Rafael, Leonardo y Miguel Ángel y, al mismo tiempo, abren el camino a los manieristas.
Entre los alumnos de Andrea del Sarto que participaron en la decoración al fresco de la Annunziata encontramos a Jacopo Carlucci, llamado Pontormo, nombre de su pueblo natal cerca de Empoli (1494-1556). Pontormo se ejerce de forma insistente, incluso con furia, en el dibujo y en el estudio de los gestos y las expresiones. Si en Andrea del Sarto vemos un primer cambio en la forma de aplicar el color comparándolo con la tradición del Quattrocento, la paleta de Pontormo es fría, carente de naturalidad, lo que da a la composición una apariencia abiertamente artificial. Desde sus primeras obras, este artista manifiesta su voluntad de dotar de expresiones a los personajes, separándose así de la tradición de lo «psicológico indefinido» inaugurada por Botticelli y Perugino. Por esta razón, Pontormo no duda en utilizar nuevas referencias figurativas, como los grabados de Durero, y poner sus experiencias mucho más allá de las de su maestro.
Jacopo Pontormo era famoso por sus sutiles y complejos estudios psicológicos; aquí, ha querido transmitir la ingenua arrogancia y vulnerabilidad de la juventud en este joven soldado de pie, su barbilla levantada en una actitud desafiante. Sostiene una alabarda con su mano derecha, y la otra apoyada en la cadera. En el gorro rojo lleva prendido un broche donde se ve a Hércules derrotando a Anteón. Pintor de la corte de Cosme de Médicis, Pontormo fue uno de los precursores del estilo manierista en Florencia, iniciando un nuevo tipo de retrato sofisticado en el que la elegancia y la reserva aristocrática desempeñan un papel clave. La identificación del personaje no está claramente establecida; para algunos se trata de Cosme I de Médicis (Keutner, Forster, Cox-Rearick y Costamagna), mientras que según Berti se trataría de Francesco Guardi, un joven noble florentino.
Hacia 1540, mientras que Pontormo se aísla en su angustiosa empresa de los frescos de San Lorenzo, Vasari y Salviati a menudo de viaje y Miguel Ángel parece querer establecerse permanentemente en Roma – son los años de la ejecución del Juicio Final de la Capilla Sixtina -, Bronzino es sin duda el pintor favorito de la corte medicea y de la aristocracia florentina. Apreciado también por sus dotes literarias, es capaz de desarrollar imágenes alegóricas de una estimulante complejidad intelectual, alternando con retratos cada vez más lisos y etéreos y decoraciones memorables. Constituyen un ejemplo los frescos de las villas Médicis y del Palazzo Vecchio.
Agnolo Bronzino y la imagen del poder
Intérprete supremo de la etiqueta fría y estricta del Gran Ducado de Toscana, Agnolo di Cosimo, llamado Bronzino (1503-1572), su carrera como pintor atraviesa e influye a toda la historia del manierismo. Acompaña el desarrollo de este movimiento, desde sus primeras revueltas contra los esquemas de la pintura del Quattrocento en su declaración como «pintura oficial» hasta su cambio en estilo enigmático de una élite aristocrática e individualista. Representante típico del medio artístico florentino, Bronzino se formó con Pontormo, y fue su colaborador durante mucho tiempo. En 1530, los Della Rovere lo llaman a su corte de Urbino, donde unos años más tarde también llegará Tiziano. Allí es donde Bronzino comienza su carrera de retratista que lo lleva a desarrollar un estilo personal, lejos de la manera de Pontormo. De hecho, al cuidado casi obsesivo del dibujo que caracterizan las obras de su maestro, Bronzino le añade un tratamiento muy particular del color que extiende de manera clara y compacta, casi esmaltada. En 1539, con motivo de la boda de Cosme I y Eleonora de Toledo, Bronzino se convirtió en el pintor de los Médicis. Su arte riguroso, preciso y refinado ofrece la imagen oficial e ideal de la corte. La manera inquieta e incluso atormentada de Pontormo, se transforma aquí en noble y preciosa expresión de un poder, que no se preocupa por la materia y se proyecta fuera de la contingencia temporal. Entre los muchos retratos de la familia del gran duque destaca el de Eleonora, ataviada con un vestido de deslumbrante belleza y acompañada de su hijo.
Se trata de una imagen magnética, extremadamente fría y sugestiva de la joven recortándose sobre un fondo compacto, liso, duro y brillante como un lapislázuli. Bronzino incluso logra contener una oleada de simpatía por el niño, también en una imagen congelada en una expresión estupefacta y artificial: con los ojos muy abiertos, su pequeña mano contraída a un lado y la otra en busca de lo imposible, un poco de calidez y afecto materno.
Adornado con oro, perlas y otras piedra preciosas, el vestido de brocado de terciopelo de seda negro y crema, cuyos motivos están bordados con hilos de oro y plata, retoma la etiqueta cortesana necesaria a la vestimenta de una princesa napolitana de origen español convertida en duquesa de Florencia, mientras que incorpora los normas iconográficas tradicionales de la efigie pública de los príncipes europeos.
Si los retratos de Bronzino fueron elogiados por su fidelidad al modelo, sin embargo se relacionaron con lo que el teórico Lomazzo llamaba un «retrato intelectual». Las efigies de Eleonora de Toledo no escapan a esta forma de reificación, al igual que las de sus hijos, como lo demuestra, por ejemplo, el retrato de Juan de Médicis. De hecho, encontramos la misma fineza inmóvil e intemporal en los diversos retratos de la familia del gran duque. Al renunciar a toda búsqueda que sea capaz de evocar la vitalidad de los modelos, presenta a sus personajes como si fueran expresiones refinadas de una «idea mental» trascendente. Bronzino, extrañamente, sólo realizó un único retrato de Cosme I, donde aparece como recluso en una resplandeciente armadura.
Los Médicis de Florencia se sirvieron de los artistas para establecer su legitimidad y su poder. Los retratos pintados o tallados estaban destinados a celebrar su grandeza militar, así como a consolidar su rango mediante escenificaciones donde la armonía de los rostros, la pompa, la ostentación y el decoro sustituían toda forma realista y veraz. En la corte, Bronzino reinaba como maestro supremo. Sus talento como retratista y como pintor de historia le valió los favores del duque y su familia, ya que tanto en una función como en la otra sabía colmar los deseos de sus sofisticados comitentes.
Después del asesinato en 1537 de Alessandro de Médicis, le sucede el joven Cosme I (1519-1574). Entre su juventud y la hostilidad de la población, la legitimidad del duque parecía frágil. Una vez más, aparece la imaginería con connotación militar (como el retrato del mismo Alessandro por Vasari) para tratar de consolidar su poder con más firmeza. Durante veinte años, prevalecerá en los retratos de Cosme su imagen de condottiero vestido con armadura. Las necesidades políticas, que parecen imponer esta forma visual, se desvanecen a medida que el poder mediceo se fortalece. Llegado a la edad de cuarenta años, Cosme I, seguro de su autoridad, abandona la armadura y está más dispuesto a ser representado con vestimenta civil.
Se trata probablemente del retrato póstumo de una hija ilegítima de Cosme I, de madre desconocida y muerta a la edad de cinco años, antes de su matrimonio con Eleonora de Toledo. La niña lleva un colgante de oro con el retrato de su padre.
Tercer hijo de Cosme y Eleonora de Médicis, el niño lleva un cascabel en forma de amuleto, que representa una arpía que cuelga de una cornucopia. Este tipo de amuletos fueron utilizados por las mujeres napolitanas para proteger su embarazo, podría haber sido entregado a Garzia por su madre, Eleonora, o por su abuelo, Pedro de Toledo, virrey de Nápoles. En la otra mano, el niño sostiene una flor de azahar, símbolo de la pureza e inocencia de su edad.
Son precisamente los retratos de estos príncipes de la Toscana, lo que constituye el ejemplo del ideal aristocrático de la época. Este ideal se traduce en una reducción drástica de las expresiones faciales y los gestos: la moderación y la educación imponen límites severos a las poses, actitudes y expresiones. Durante siglos, los sentimientos «extremos», como el llanto y la risa, se consideran inapropiados e indignos de un aristócrata, y se limitan al ámbito de la caricatura y la sátira social. Los jóvenes aristócratas con aires melancólicos, la mejilla apoyada en la palma de la mano, representados por Giorgione y Moretto da Brescia a principios del Cinquecento, casi han desaparecido de los retratos de la «manera moderna». Se trata obviamente de una simplificación, pero es difícil no dejarse seducir por el encanto intemporal de los retratos manieristas, un encanto que conmueve.
Sublimidad, autocontrol, sobriedad, severidad, desapego: todo sentimiento está contenido y filtrado por la máscara inmóvil de la aristocracia. Un fenómeno de primera importancia ocurre en la historia del retrato. Si bien las tendencias pictóricas del Renacimiento veneciano y lombardo tomaron el camino de los «movimientos del alma», de la ilusión de vida y presencia casi cordial del personaje que se muestra con su exuberancia física y sus preocupaciones internas (Leonardo, Tiziano), en el centro de Italia se elabora un retrato aristocrático, cuyo esquema es opuesto. Gracias al afianzamiento del manierismo en las cortes europeas, este último modelo dominará y permanecerá hasta el siglo XIX. Se podrá encontrar en los austeros retratos españoles, en la época del absolutismo y la Ilustración, del «reformismo ilustrado» y de las revoluciones; todavía se mantendrá vigente durante la difusión del neoclasicismo y en la época victoriana.
Bronzino: Retrato de una dama en rojo
El estilo de los retratos de Bronzino a veces denominado «seco y desapacible», es liso y brillante, orfebrado, como tallado en una piedra preciosa. La fijeza de las actitudes y el aspecto marmóreo de las carnaciones, las figuras muy a menudo presentadas sobre un fondo neutro, encerradas dentro de gruesos ropajes que les anulan las formas, emana de ellas una impasibilidad impenetrable. Como revela el historiador marxista Arnold Hauser, «la cara en Bronzino no es el espejo del alma, sino su máscara». Este no es exactamente el caso de esta dama con perrito (Retrato de una dama en rojo), el primer retrato de aparato del artista, que conserva una expresión franca y espontánea. La dama, cuyo nombre todavía no ha sido identificado con certeza, podría ser Francesca Salviati, esposa de Octaviano de Médicis, o Maria Salviati, madre de Cosme I. Su cara está vuelta hacia el espectador, y el cuello de la camisa da la impresión de estar desabrochado bajo el efecto de esta rotación, acentuando la naturalidad de la pose. El rojo intenso – color de los príncipes en el siglo XVI- del vestido que va marcado por pliegues artificialmente construidos por medio de variaciones de color, evocan el estilo de Pontormo, al quien fue atribuido el cuadro en el pasado. De hecho, hasta 1530, Bronzino confunde su arte con el de su maestro, hasta el punto de dificultar la identificación de las respectivas pinturas de los dos artistas. Alegórica o no, la presencia del spaniel junto a la dama, expresa un gusto generalizado en el centro de Italia por este perro de compañía.
Esta obra maestra no deja al espectador indiferente. Incluso el pequeño perro debe someterse a una pose controlada. Comparada con la Dama del armiño, pintada por Leonardo cuarenta años antes, el retrato de Bronzino es una demostración elocuente del carácter radical de sus propuestas y del manierismo en general.
El manierismo se desarrolla no sólo en Florencia y Roma, sino en las regiones del norte de la Península, donde en ciertos centros se elaboran soluciones figurativas muy interesantes. Entre los retratistas del manierismo emiliano, debemos recordar a Parmigianino, un pintor de talento extravagante y experimentador de valientes deformaciones visuales.
Bibliografía
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Gigante, Elisabetta. L’art du portrait : histoire, évolution et technique. Hazan. Paris, 2011
Pope-Hennessy, John. El retrato en el Renacimiento. Madrid, Akal/Universitaria, 1985
Collectif. Le portrait. Paris. Éditions Gallimard, 2001
Pommier, Edouard. Théories du portrait. Paris. Gallimard, 1998