En la producción artística de Alexej von Jawlensky (Torzhok, Imperio ruso, 1864 – Wiesbaden, Alemania, 1941) late una búsqueda a la vez plástica y espiritual que se materializa en una insistencia reiterada, casi ritual, en unos pocos motivos pictóricos. En sus memorias, el artista evoca dos hechos que se revelarían clave en esta evolución posterior: el primero, la impresión que le provocó, siendo niño, el momento en que un icono con el rostro de la Virgen era desvelado ante los feligreses en la iglesia ortodoxa a la que acudía con su familia; el segundo, su primera visita a una exposición de pintura en Moscú en 1880: «Era la primera vez en mi vida que veía cuadros y fui tocado por la gracia, como el apóstol Pablo en el momento de su conversión. Mi vida se vio por ello enteramente transformada. Desde ese día, el arte ha sido mi única pasión, mi sancta sanctórum, y me he dedicado a él en cuerpo y alma». Cumplida una primera etapa de aprendizaje en San Petersburgo, Jawlensky desarrolló su carrera principalmente en Alemania, con algunos períodos en Suiza. Su llegada a Múnich en 1896 le permitió establecer un contacto más estrecho con los avances de la vanguardia; su talento excepcional para el uso liberado del color le llevó a alcanzar en poco tiempo una personal síntesis entre el fauvismo y el expresionismo. En 1909 fundó, junto a su amigo Kandinsky, entre otros, un grupo artístico determinante para la historia de la modernidad, la Nueva Asociación de Artistas de Múnich, y participó asimismo en las actividades de Der Blaue Reiter (El Jinete Azul), uno de los colectivos determinantes en la forja del lenguaje expresionista y de la abstracción. Tras unos inicios centrados en la naturaleza muerta y el paisaje, pronto comenzó a dar protagonismo a un tema que resultaría obsesivo a lo largo de toda su obra: el rostro. A él se dedicó durante casi tres décadas de manera obstinada, con la salvedad de las Variaciones, paisajes de colores arbitrarios en los que inauguraba otro elemento central en su trabajo y de gran influencia posterior: la serialidad. En su estudio de la faz humana, ese lugar donde depositamos la identidad, Jawlensky desdibuja paulatinamente la individualidad hasta llegar a una forma próxima al icono, a un arquetipo. Este tema omnipresente, familiar y enigmático a la vez, lleva al artista a un proceso de destilación que desemboca en un signo tan reconocible y connotado como el de la cruz. La singularidad de Jawlensky en el arte del siglo XX radica precisamente en la invención de una forma excepcional y paradójica: la de un rostro que es la materialización de inquietudes formales y espirituales; la de un rostro, en definitiva, abstracto.
Exposición organizada por Fundación MAPFRE, Madrid; Musée Cantini, Marsella, y La Piscine, Musée d’Art et d’Industrie André Diligent, Roubaix.