Chardin, el maestro del silencio y de la luz
El parisino Chardin (1699-1779) representa una posición radicalmente opuesta al arte de Corte y a la tendencia dominante en la pintura francesa del siglo XVIII. Es tal vez el único gran artista de su siglo que no haya hecho ni el obligado viaje a Roma ni estudios académicos regulares. Chardin se interesa sobre todo a la pintura de género holandesa y flamenca del siglo XVII, a la cual debe sin duda su gusto por la poesía de los pequeños episodios cotidianos. Chardin se orienta más hacia una gama delicada de colores apagados y la luz que baña sus personajes es más imprecisa, más difusa. Alumno en sus comienzos del pintor de cuadros históricos Cazes, prosiguió su aprendizaje al lado de Nicolas Coypel y de Van Loo. En 1728, fue admitido en la Academia como «pintor de animales y frutas», presentando dos grandes naturalezas muertas (La raya y El buffet), donde aparece ya este lado verídico en la representación de los aspectos cotidianos de la realidad, que quedará como uno de los elementos esenciales de su arte. Si algunos críticos han lamentado su inaptitud en pintar temas más «nobles», otros como el influyente Diderot, han sido sensibles a la magia de su pincel: «¡Nada se entiende de esta magia! {…} Es como un velo de vapor que se hubiera extendido por el lienzo {…} Acérquese, todo se enturbia, se achata y desaparece; aléjese, todo se vuelve a crear y se reproduce.»
Esta pintura ilustra claramente la técnica de Chardin descrita por sus admiradores como el crítico de arte Bachaumont: «extiende sus colores uno después del otro, sin apenas mezclarlos, de forma que su trabajo casi parece un mosaico». Sin buscar el dominio de la técnica del trampantojo, Chardin, como Vermeer, convierte en perceptible la vida silenciosa de las cosas. Delicadas y preciosas combinaciones de azules y blancos, un ligero halo que difumina apenas los contornos, un fino polvo de la memoria que baja en silencio sobre las cosas.
Aceptando de forma consciente la jerarquía académica de los «géneros», Chardin llegó hasta a ennoblecer sus composiciones de objetos cotidianos gracias a una técnica pictórica muy refinada y una lucidez cartesiana en el análisis: así, en La fuente de cobre, los objetos situados con un rigor absoluto en el espacio de la composición y representados por medio de pinceladas densas y vibrantes de luz, adquieren un valor de verdad universal.
La poesía de los pequeños episodios cotidianos
Los orígenes burgueses de Chardin se pueden encontrar en la atmósfera íntima y acogedora de sus interiores domésticos que exaltan la virtud del trabajo y la economía. Mientras que los artistas contemporáneos como Watteau o Boucher buscan en las frondosidades del jardín y entre las sábanas de las alcobas de la aristocracia temas de «una educación picante», Chardin observa con simpatía la esfera del afecto familiar de la mediana burguesía. Las costumbres cotidianas, los gestos repetitivos, los sentimientos ligeros, alternan con naturalezas muertas hechas con cosas banales, poco rebuscadas. En 1733, con la genial pintura Mujer sellando una carta, digna de un Vermeer, Chardin entró en una nueva fase de su ya consagrada carrera, sin abandonar sin embargo las naturalezas muertas, realizando escenas de interiores con personajes, y ejecutando retratos que le valieron, con ocasión del Salón de 1737, el favor de Louis XV y de una de importante clientela a escala europea. En efecto, en 1737 Chardin aprovecha la creación de una importante institución, la de los «Salones de pintura y escultura«, aquellas exposiciones anuales que ponían en contacto a los artistas y al público, en las que se presentaban las más recientes creaciones en el dominio del arte figurativo, para presentar a su vez, al menos siete cuadros, logrando un gran éxito. Desde entonces Chardin se convierte en uno de los protagonistas de los Salones, para los cuales va a desempeñar varios cargos, así que en la Academia de pintura.
Este cuadro fue expuesto por primera vez en 1734, en una exposición que se realizaba en la Place Dauphine de París el día de Corpus Cristi. El periódico «Mercurio de Francia» lo describe así: «El cuadro más grande representa una mujer que espera con impaciencia que le den la llama para sellar una carta, las figuras son casi de tamaño natural.»
Los personajes más comunes (La proveedora de 1739 o La gobernanta de 1738), los episodios más simples y más corrientes de la vida cotidiana (La lavandera de 1737 o El benedícite de 1740) son ejecutados sin ninguna complacencia anecdótica, sin ninguna concesión a lo pintoresco o a sentimientos pueriles. A través de formas de una extraordinaria originalidad, Chardin hace renacer en estas obras los modelos de la gran pintura holandesa del siglo XVII y de la pintura francesa de los hermanos Le Nain.
Expuesto en el Salón de 1739, este cuadro sorprende por su hábil composición. La perspectiva de la puerta abierta, con la cuba de cobre y la criada que habla con su novio, pone de relieve la figura de la vendedora cuya imagen es capturada en una actitud ausente, como si su espíritu estuviera muy lejos de la banal y pura evocación realista.
El niño se prepara para ir a la escuela; escucha con atención las últimas recomendaciones de su gobernanta mientras que ésta le cepilla el sombrero, o tal vez se trata de una reprimenda por no haber recogido sus juegos? Las cartas, la mesa, son los mismos objetos que aparecen en el cuadro «El castillo de naipes». Existen varias versiones de esta obra que fue presentada en el Salón de 1739.
Después del éxito obtenido por el artista en el Salón de 1737, el lenguaje pictórico de Chardin se desarrolla hacia composiciones más complejas y refinadas, situando las escenas fuera del tiempo en un espacio absolutamente mental. Esta progresiva y lenta evolución es la expresión de una búsqueda permanente de perfección y de perseverancia en su deseo de renovación, que lo condujo a utilizar la misma temática.
Se trata de un interior doméstico con humildes utensilios, como en la pintura holandesa del siglo XVII. No obstante, la referencia a escenas neerlandesas de cocina no es más que aparente, la similitud se halla solamente en la elección de los accesorios y en la abundante utilización del color marrón. La escena no contiene ninguna alegoría, muestra simplemente una cocinera en el instante en que interrumpe su trabajo. Su expresión, ni triste ni alegre, mira al vacío, en una eternidad que cobija un refugio contra el miedo y lo efímero. Este instante de reposo se ha paralizado en lo intemporal.
Presentado en el Salón de 1740, este cuadro encarna un ideal de vida típicamente burgués, muy alejado del mundo de la aristocracia cortesana. Para acentuar esta distancia, Chardin utiliza colores cálidos y fundidos.
Ternura y modestia, son los términos que se podrían emplear para describir esta pintura, una de las más célebres del pintor. La niña más pequeña a interrumpido sus juegos y junta sus manos, con la mirada atenta puesta en su madre que la insta a recitar la oración antes de la comida, mientras su hermana la observa. El tema de esta escena había sido representado ya por los maestros holandeses del siglo XVII.
Alojado en el Louvre a partir de 1757, Chardin continuó (mientras ejecutaba numerosas réplicas de los temas más solicitados) a perfeccionar su técnica personal, a través de una elección de colores muy luminosos con tonalidades más ligeras, lo cual corresponde a una mayor interiorización de su inspiración.
Encima de la mesa, objetos rústicos y objetos refinados se mezclan con una virtuosidad hecha de contrastes.
En este cuadro comisionado por Catalina II de Rusia para la Academia de Bellas Artes de San Petersburgo, Chardin experimenta todas las materias y todas las degradaciones del color. La estatua «El Mercurio» de Pigalle, símbolo de la escultura, aparece con los atributos de la pintura (una paleta con pinceles) y de la arquitectura (los planos y los instrumentos de un arquitecto). Sobre la mesa se encuentran las medallas al Mérito Artístico, entre las cuales destaca la medalla de la Orden de San Miguel recibida del escultor Pigalle en 1765.
Sin preocupaciones, sin pesares
Los niños de Chardin evocan imágenes intemporales de un mundo de juegos y de sueños. El interés por el niño era propio de la época, y durante el Siglo de las Luces hasta se convirtió en una moda, sobre todo en las altas esferas, llegando hasta una exagerada extravagancia. Pero tanto Chardin como Jean-Jacques Rousseau, fueron sensibles y sinceros defensores del mundo de la infancia. El contacto con la vida de las clases burguesas se llena de colores, en particular en las obras que representan a niños (El castillo de naipes, hacia 1740 y El niño de la peonza, cuadro presentado en el Salón de 1738) y ello con una especial ternura y un fervor particular que revela el profundo compromiso moral de Chardin con el clima cultural de la filosofía de las Luces (por eso Diderot fue un entusiasta defensor de su arte). En Niña con raqueta y volante, cuyos sobrios colores destacan sobre el fondo gris, la niña sale de la realidad espacial de la habitación para convertirse en un símbolo universal del disfrute infantil. Así se puede leer en un grabado sobre cobre ejecutado según este cuadro por Bernard Lépicié: «Sin preocupaciones, sin pesares, tranquila en mis deseos. Una raqueta y un volante son todos mis placeres». Las figuras de niños de Chardin evocan también las figuras inmóviles y graves de Vermeer.
Esta exquisita pintura fue presentada en el Salón de 1738. Se trata del retrato de Auguste Gabriel, hijo del joyero parisino Charles Godefroy jugando al juego de la peonza (en francés toton). El «toton» es una peonza de marfil que se lanza encima de un cuadro con números con la esperanza que la peonza se parará sobre el número deseado. Este juego se popularizará debido sobre todo al retrato de Chardin. El modelo, quien al parecer era un niño un poco bullicioso, para que permaneciera quieto durante las sesiones de posado, el pintor le pidió que jugara con su juego preferido.
Limitar el campo de visión a la media figura permitió a Chardin pintar a más grande escala, como es el caso en El castillo de naipes, del cual existen varias versiones. El tema del cuadro se inspira de las vanidades moralizantes del siglo XVII: la vanidad de las cosas humanas tan frágiles como un castillo de naipes. Pero esta pintura tiende más bien a contradecir esta moral. Su composición estable y rigurosamente geométrica, da a la escena un aire de permanencia que se opone a la naturaleza efímera del pasatiempo al cual se consagra el chico, y por lo misma razón, de la niñez.
En este cuadro maravillosamente intimista y contemplativo, Chardin nos ofrece el retrato del hijo de su amigo Lenoir, comerciante en muebles y ebanista. La composición presenta una estructura piramidal clásica. El niño es presentado de perfil, los cabellos atados con un lazo, absorto en su frágil construcción. Sobre la mesa algunas piezas de moneda y el Rey de corazones guardado en el cajón. La sencillez de la composición, desnuda y al mismo tiempo elegante, la caracterización física y psicológica del personaje, el sabio empleo de los colores, todo ello es como un preludio al cuadro Los jugadores de cartas de Cezanne.
La mágica armonía de los tonos envuelve la escena con una luz cálida y sutil, a la vez directa y difusa. La técnica de Chardin ha permanecido secreta, aunque se cree que utilizó de igual manera el dedo pulgar que el pincel. Sin embargo, no es difícil imaginar que haya podido responder a las preguntas de un pintor mediocre de esta guisa: «Nos servimos de los colores pero pintamos con el sentimiento.»
Una vez más Chardin ilustra el tema de los juegos. Nada deja entrever un amago de movimiento, el personaje permanece inmóvil posando para el pintor. Como todos los niños, a los cuales en aquella época se les vestía como adultos, la niña lleva un vestido con armazón (robe à paniers), sus cabellos están cubiertos por una pequeña cofia decorada con flores azules y rojas. De una cinta de un luminoso color azul cuelgan unas pequeñas tijeras de costura y un cojín rojo para alfileres. Tal vez ha sido autorizada a interrumpir su lección por un pequeño recreo. El fondo monocromático y neutro está supeditado a la representación plástica de la niña. El juego cromático entre el blanco del vestido, los tonos marrones del corsé y de la silla, y los tonos rosados de la piel se intensifican por medio de los azules de la cinta y los rojos del cojín.
Autorretrato al pastel
Hacia 1770, la salud de Chardin empezó a declinar, y con ella, el interés del público, que se sentía más atraído por las escenas de fácil patetismo, aunque no exentas de un cierto encanto que pintaba Greuze. Habiendo casi abandonado la pintura al óleo, Chardin se consagró sobre todo al pastel (el gusto por esta técnica se lo había dado su amigo el pintor pastelista Quentin de Latour), también a causa de su vista deficiente, dañada por el empleo en sus pinturas de pigmentos a base de plomo y sus aglutinantes que acabaron por quemar progresivamente sus retinas. Fue durante este último periodo, liberado casi totalmente de las responsabilidades y preocupaciones que le suponían los encargos, cuando realizó algunos de sus mejores cuadros (Autorretrato con gafas de 1775), marcados por la conmovedora humanidad de su inspiración que lo sitúa entre los protagonistas de la pintura francesa del siglo XVIII. Chardin tenía 76 años cuando realizó este autorretrato: inmediatamente después de haberlo pintado decide exponerlo en el Salón de 1775, al lado del retrato de su segunda mujer, Marguerite Pouget, con la que se había casado treinta años antes. Este retrato se podría considerar como el resumen de toda una existencia, una de las últimas páginas en la historia de una vida. De hecho, este pintor tan comprometido con la realidad nos ofrece en su autorretrato una peculiar e imprevisible interpretación.