La llegada del artista moderno
En la lejana Edad Media, el conjunto de actividades humanas había sido dividido en dos grandes categorías: las artes mecánicas o serviles por un lado, y las artes liberales por otro. Las artes mecánicas o serviles son las del siervo o del esclavo; las artes liberales son las del hombre libre (liber). Estas últimas a través del trivium y del quadrivium organizan el conjunto del cursus studiorum universitario: gramática, dialéctica y retórica para el primero; geometría, aritmética, astronomía y música para el segundo. Ahora bien, esta dicotomía era también un reflejo de la jerarquía social: ello relegaba a la sombra los modestos oficios manuales y situaba a plena luz las nobles profesiones del espíritu. La pintura, la escultura y la arquitectura fueron consideradas hasta principios del siglo XVI como «artes mecánicas«; los artistas sólo eran artesanos. Ese desprestigio relacionado con la práctica de las bellas artes consideradas como «serviles» pesará durante mucho tiempo sobre la condición social de los artistas. Todo su esfuerzo va a consistir en conseguir que las «bellas artes» sean reconocidas como «artes liberales», por la simple razón que toda operación manual realizada con el pincel, el cincel o la escuadra no es concebible sin una operación intelectual previa. Bajo el pretexto de que el artista tiene necesariamente detrás de él una practica artesanal que continúa ejerciendo, se encuentra en la situación de un intelectual relegado al rango de un trabajador manual.
Los cronistas florentinos desde Filippo Villani, habían puesto a sus compatriotas pintores, escultores y arquitectos junto con los grandes hombres, y de esta manera los empezaban a emancipar de la tutela tradicional de los oficios mecánicos. Vasari inventa la imagen que legitima esta evolución, explicando muy claramente su cometido en los frescos de la bóveda que decora con las imágenes de la Pintura, de la Escultura y de la Arquitectura, asociadas con una intención muy explícita, a la imagen de la Poesía.
La apología del artista, el alegato para elevar su estatus social y retirarlo de la despreciada categoría de los artesanos, había comenzado en el Quattrocento con Alberti. Con sus tres famosos tratados sobre la pintura, la escultura y la arquitectura, fue el primero, mucho antes de las especulaciones académicas del siglo siguiente, a elaborar el concepto de «artes del dibujo», reagrupando bajo un mismo movimiento creador, estas tres disciplinas, hasta entonces separadas por consideraciones corporativistas, incluso llegando a asociar artes y ciencias, artes y poesía. Para romper todo vínculo con los «oficios», los artistas van a acabar por desvincularse de las corporaciones y reagruparse en diversas Academias, lo que confirmará su calidad de intelectuales. Así es como poco a poco, germina la idea de la futura Accademia del Disegno (Academia de Dibujo). En la misma época, los artistas son muy solicitados ya por los comitentes, aumentan el precio de sus trabajos y se dejan cortejar por los príncipes. El público comienza a valorar al artista y no duda en llamar a Miguel Ángel «divino». Pero estamos en un periodo de transición donde el estatus del artista no consigue todavía la unanimidad: si según ciertos criterios y para ciertas personas era respetado e incluso adulado, para otros no era más que un mero artesano al que se despreciaba; y ello – paradójicamente – aunque el estatus de los artistas era más elevado en Italia que en Europa y más elevado en Florencia que en Italia. Hacia la segunda mitad del siglo XVI, los artistas sienten la necesidad de instituciones nuevas, aunque sea para materializar la defensa de sus intereses. A partir de ahora son las Academias quienes los consagran y los defienden, aunque sea a menudo a costa de su independencia. Por su lado, las corporaciones continuarán a perpetuar las tradiciones artesanales y técnicas. Habrá que esperar hasta 1571 para que, muy oficialmente, la profesión de pintor sea desvinculada de la Corporación de Médicos y Farmacéuticos y la de los escultores y arquitectos de la Corporación de Fabricantes.
La Academia de dibujo de Florencia
El miércoles 13 de enero de 1563, el duque Cosme I de Médicis firma con toda la solemnidad requerida los 147 artículos que constituyen los estatutos de la «Accademia del Disegno». El 31 de enero del mismo año, en presencia de setenta artistas, tuvo lugar la sesión fundacional y la inauguración oficial de esta novedosa corporación. Vasari, el artífice de esta Academia, manifiesta su alegría y su gratitud a Cosme I en su carta del 22 de enero: «Mi venida a Florencia, mi Señor, ha traído con ella una gran alegría en el seno de la Academia y Compañía del Dibujo, tanto por el amparo que estos excelentes artistas ven que les concedéis a ellos mismos y a su arte, lo que aumenta su deseo de probarlo por el talento y por sus obras, que por haber querido firmar los estatutos que serán publicados el próximo domingo durante la misa del Espíritu Santo». El texto de los estatutos empieza con una mención a la antigua cofradía de San Lucas, para mostrar que no hay ni ruptura con el pasado, ni invención de una institución radicalmente nueva, solo una evolución y el progreso de la tradición florentina. El mismo día de su creación, la Academia tiene ya su historia, que es ilustrada por el artículo 22, que ordena que la sala de sesiones sea adornada con un friso en el que figuren los retratos pintados o esculpidos, de los artistas que se han distinguido en la Toscana desde Cimabue, como si se tratara de comentar la enseñanza de las «Vidas» de Vasari, quien hacia 1570 aplicará esta prescripción en su propia casa en Arezzo.
Para Vasari, el arte del dibujo no es el único elegido por la Fama, sino que los artistas en concreto son invitados a entrar en la historia. Por medio de una innovación capital, Vasari expresa su pensamiento colocando, al lado de la imagen ideal del arte del dibujo y de la poesía, los retratos de ocho artistas. La presencia de esta serie de retratos significa claramente que, con la llamada de la Fama, los artistas pueden, gracias al ejercicio de sus actividades, ser admitidos entre los hombres ilustres, como lo habían afirmado los cronistas desde Villani.
En 1574, el inmenso programa decorativo realizado por los Farnesio en su palacio de Caprarola comporta, en la sala llamada de la Cosmografía, dedicada a la representación del mundo tal como lo habían revelado los viajes de los grandes descubridores, imágenes de las tres artes del dibujo (pintura, escultura, arquitectura) concebidas sobre el mismo principio, como si formaran parte del conocimiento y del ornamento del universo.
Los artistas deciden formar una organización igual a la de los escritores y de los filósofos, bajo el nombre de Academia. No se trataba sólo de renovar la venerable compañía nacida dentro de la descendencia directa de Giotto, sino de integrarla dentro de un nuevo marco, el de un organismo estatal florentino, con sus estatutos y su simbología. La intervención del poder político fue el resultado de una gestión hecha por Vasari quién pidió a Cosme I, que favoreciera «el estudio de estas nobles artes, como había favorecido el de las letras, reabriendo la Universidad de Pisa, creando un colegio de estudiantes e instaurando la Academia florentina». Con ello, se pone claramente de manifiesto que las artes del dibujo tienen que adoptar una organización al mismo nivel que las letras, con la Universidad y la Academia.
La integración de la Academia en el sistema político está marcada por la posición eminente reconocida al duque de Toscana, al que se considera como «jefe, padre, guía y reformador de las artes», y representado efectivamente por un lugarteniente nombrado por Cosme, pero que no será un artista, sino un «conocedor». El primer lugarteniente es Vincenzo Borghini quien había llevado el proyecto junto con Vasari. Esta elección muestra que la nueva institución es un asunto colectivo, del poder político, de los artistas y de la sociedad erudita de Florencia.
Si los aspectos litúrgicos y caritativos (la ayuda a los artistas pobres) son importantes y contemplados en los estatutos, la organización de la enseñanza es la novedad decisiva. Cada año, la Academia debe nombrar tres profesores, cuya responsabilidad es la de seguir la formación que los jóvenes artistas reciben en los talleres, dejando claro que estos talleres no son aquellos donde los pintores «pintan cosas ordinarias ni los que se encuentran en las tiendas públicas donde pintan cofres y taburetes». Ya ha pasado la época en la que los maestros célebres del Quattrocento podían pintar los «cassoni«, cofres ofrecidos como regalo de bodas en la alta sociedad florentina… Se instaura otra novedad, que consiste en estimular el interés de los jóvenes artistas por un sistema de recompensas: el artículo 34 dispone que, cuatro veces al año, los jóvenes artistas tienen que entregar un dibujo o un relieve; los mejores serán admitidos a presentar a su vez un dibujo, una pintura o un relieve con ocasión de la fiesta de san Lucas, y sus obras serán expuestas al público.
Aquí, el artista Federico Zuccari o Zuccaro se representa junto con el escritor Vincenzo Borghini examinando el programa de los futuros frescos de la Cúpula del Duomo.
Con la aparición de las preocupaciones teóricas se pone de manifiesto otra innovación. La Academia no sólo tiene que constituir una biblioteca, sino que el artículo II prevé la periodicidad de las reuniones para «debatir cosas del arte» y tratar problemas, (dubbi) dudas originadas por ciertas obras. Junto con la práctica tradicional de los talleres se añaden nuevas materias: la obligación de una lección de anatomía, en invierno; y la enseñanza de la geometría de Euclides, para lo cual se nombró a un reputado matemático de Bolonia, Pier Antonio Cataldi, a quien le sucedió el cosmógrafo y geógrafo Ignazio Danti. Incluso el joven Galileo se había presentado como candidato para la plaza de matemático. La nueva institución gozará inmediatamente de un enorme prestigio más allá de los confines de la Toscana: en 1566, los grandes pintores venecianos, Tiziano, Tintoretto, Palladio, solicitan su admisión; al año siguiente, Felipe II pide consejos para la obra del Escorial, este nuevo templo de Salomón que inspira a Cosme I un proyecto de renovación de las iglesias de Florencia, última gran empresa dirigida por Vasari.
La admiración por el arte de la Antigüedad, nacida a principios del Quattrocento, lo fue solo en su aspecto teórico. Se conocía el arte antiguo sobre todo a través de los escritos de Plinio y el tratado de Vitruvio. El estudio no era todavía arqueológico, ni la mirada cronológica: todas las obras eran contempladas como pertenecientes a una misma época, la edad de oro de una Antigüedad mítica. Más tarde, el arte romano fue resucitando bajo la piqueta de los italianos del Renacimiento. A finales del siglo XV, se descubre el Apolo del Belvedere, y en 1506 ocurre un gran acontecimiento: aparece en el suelo romano la estatua del Laocoonte y sus hijos tal como Plinio la había descrito. El grupo esculpido por Hagesandros, Athenodoros y Polydoros, los tres escultores de Rodas de la época augusta, fue considerado como un modelo de expresionismo y la justificación de todo un repertorio de torsiones, rotaciones, estiramientos, curvas y contracurvas. Y tal vez una solución, según Vasari. Les faltaba a los artistas del Quattrocento, siempre según Vasari, el acabado, la perfección, la elegancia y la gracia.
Las «Vidas» de Vasari o la invención de la historia del arte
Los primeros lectores de la obra de Giorgio Vasari «Las Vidas de los más excelentes pintores, escultores y arquitectos», fueron sus amigos de la Academia florentina quienes se apasionaron por esta aventura artístico-literaria que era también una novedad, porque mezclando historia, narración, inventario y crítica, Vasari acababa de inventar un género literario nuevo: la historia del arte. El libro comienza con una dedicatoria a Cosme de Médicis. Es formal, elogiosa, enfática y cortesana, como debe ser. Pasado este momento convencional, Vasari redacta una segunda dedicatoria a los artistas del dibujo donde el autor les informa de sus intenciones escribiendo este libro. Viene luego una introducción general, importante para conocer las ideas de Vasari. Está organizada entorno a tres ejes: por un lado, la dialéctica a la moda de la época, entre virtu y fortuna, entre energía personal y destino; por otro lado, como consecuencia de un debate organizado en 1547 por Benedetto Varchi, Vasari retoma la comparación entre pintura y escultura; finalmente, un comentario sobre la doctrina del dibujo, principio universal y fundamental, concluye la introducción. Después de este grupo de dedicatorias y esta introducción general, Vasari nos hace una exposición magistral consagrada a las «tres artes del dibujo»: la arquitectura, la escultura, la pintura. Se trata de un pequeño tratado sobre las distintas técnicas artísticas. Es tanto el hombre del oficio el que habla como el teórico. Este trabajo previo relativo a la práctica cotidiana de la creación artística es único en la historia del arte. Finalmente, comienza la larga lista de 187 monografías de artistas. Naturalmente, Vasari fracciona este conjunto demasiado vasto en tres partes y la progresión que se observa en su clasificación, corresponde a una cierta dinámica de la historia del arte.
El propósito del memorial, llevado por el apego sentimental de Vasari a la gran familia de artistas toscanos, es un punto fundamental en la edición de las «Vidas». Es sin duda a través de impresionantes investigaciones, fundadas sobre un extraordinario conocimiento de los ciclos decorativos florentinos y una muy buena memoria visual, que Vasari consigue dar a su grabador veneciano Cristofano Coriolano, los elementos necesarios para la realización de ciento cuarenta xilografías con los retratos de los artistas, de los cuales hoy en día se considera que aproximadamente noventa y cinco de ellos corresponden realmente a sus modelos.
Esta serie de biografías se inscribe dentro de una concepción histórica del arte hecha de ciclos donde alternan cumbres, decadencias y regresiones. El arte alcanzó su apogeo primero en Grecia, después en la Roma antigua donde se desarrolla su plena madurez. Con la caída del imperio romano, en la época de Constantino, comienza su decadencia. Luego, durante el periodo del dominio bárbaro el arte decaerá totalmente: es la maniera tedesca, la «barbarie del estilo gótico». Un tímido progreso se vislumbra en el siglo XI con Buschetto y la arquitectura pisana. Luego se dibuja un neto movimiento ascendente cuyo despliegue se hará en tres tiempos, es decir tres edades que corresponden a los tres siglos contemplados en las «Vidas». Desde los años 1250 y durante todo el Trecento, asistimos al despertar del arte. Es la prima età que se abre con Cimabue y se consolida con la maniera de Giotto. Ella incluye a Arnolfo di Cambio, Nicola y Giovanni Pisano, Ambrogio y Pietro Lorenzetti, Duccio di Buoninsegna, Andrea Orcagna. Este período corresponde a la superación de la maniera greca que fue la época de la «barbarie bizantina», y a la superación de la maniera tedesca de la Edad Media. El Quattrocento, la seconda età, corresponde a la madurez, con Brunelleschi para la arquitectura, Masaccio para la pintura y Donatello para la escultura. Al lado de estos tres nombres emblemáticos, encontramos a Jacopo della Quercia, Luca della Robbia, Botticelli, Ghiberti, Piero della Francesca, Paolo Uccello, Fra Angelico, Benozzo Gozzoli, Filippo Lippi. Con la terza età, llegamos a la «época moderna», es decir, contemporánea de Vasari. Es el Cinquecento o el efímero Alto Renacimiento, época de los grandes maestros insuperables. Es la perfetta maniera en el progreso de la cual han contribuido el descubrimiento de la perspectiva, la técnica del escorzo y el estudio de la anatomía. Se abre con Leonardo da Vinci, sigue con Rafael y culmina con Miguel Ángel. Vasari es consciente que con tales genios el arte ha alcanzado tal perfección, que después de ellos no puede más que declinar. Es esta angustia que Vasari expresa en el prefacio de la segunda parte de las «Vidas» evocando la terza età, angustia que será el origen de ese movimiento manierista que ocupa gran parte del siglo XVI florentino: «El tercer periodo merece toda nuestra admiración. Podemos decir con certeza que el arte ha ido tan lejos en la imitación de la naturaleza como era posible; se ha alzado tan alto que podemos temer verlo bajar antes que a esperar ahora verlo elevarse más».
Como el mítico Zeuxis pintando las cinco jóvenes de Agrigento, Vasari se ha representado seleccionando entre las jóvenes que lo rodean, su modelo ideal. En el plano posterior, sus ayudantes leen y conversan. La mención más antigua de estos frescos, en la guía de Florencia de Bocchi y Cinelli (1677), ha condicionado la interpretación de los temas, nombrados indistintamente «Historias de Apeles».
Por primera vez una vida de artista se presenta como un lugar dónde convergen la historia, la literatura, la documentación biográfica, la estética, la filosofía, la política del artista. Durante esta época convulsa, Vasari habrá fijado los ideales del Renacimiento. Beneficiario y testigo de esta vasta herencia, él va a interpretarlo con nuevas formas. Las «Vidas» serán este monumento a la memoria y al mismo tiempo una iniciación a una trayectoria artística que tiende hacia su autonomía. Todo ello sobre un fondo de hervidero intelectual en Florencia, ciudad que conserva su rol de polo cultural como en la época de Lorenzo el Magnífico, y se convertirá en el siglo XVI, en el lugar de conservación de toda la creación de su tiempo, y anterior. Esta voluntad de ser un centro cultural importante, va ligada a estrategias políticas y sociales, y las dos Academias que crea, la de las letras y la de las artes, tendrán una repercusión que irá mucho más allá de sus intenciones iniciales.
Estos dibujos ejecutados por Filippino Lippi y Botticelli entre 1480 y 1504, formaban parte de la colección de dibujos de los maestros del Renacimiento de Giorgio Vasari. Primer historiador del arte de la Europa moderna, Vasari es un coleccionista de dibujos. La disposición en su álbum de estos dibujos enmarcados, recuerda los dispositivos museográficos que Vasari pone entonces a punto. El Libro de los dibujos nutre directamente las «Vidas».
La creación del museo
En el momento en que la decoración del studiolo de Francisco de Médicis alcanza su plenitud, Bernardo Buontalenti está acabando la gran construcción comenzada por Vasari en 1565, para instalar, cerca del palacio de la Señoría, el conjunto de servicios y oficinas del estado, los Uffizi, una suerte de ciudad administrativa adelantada a su tiempo, cuya espléndida arquitectura integra incluso la naturaleza, con su loggia que se abre sobre el Arno. En 1584, el gran duque Francisco I decide destinar la galería superior de estos «oficios» a la instalación de sus colecciones de arte moderno y también sus antigüedades. La colección ocupa pues un espacio propio, situado simbólicamente en el centro del dispositivo geográfico del poder, pero separado del monumento «político», el palacio de la Señoría, y de la residencia privada del gran duque, el palacio Pitti, pero conectado a este último por el corredor construido por Vasari en 1565, utilizando las partes elevadas del Ponte Vecchio para atravesar el Arno y desembocar, pasando por la tribuna de la iglesia Santa Felicità, en el palacio Pitti. En el corazón de la arquitectura pública y privada del poder, la colección que representa simbólicamente su unidad, cuenta con una autonomía espacial, que le permite interpretar su cometido y desarrollar su propia lógica. Las obras pueden ser colocadas en la larga galería, en las salas que la flanquean, y en una pieza octogonal que rompe este ritmo lineal, la Tribuna.
En la galería se encuentran estatuas antiguas o modernas, como el Baco de Miguel Ángel, o copias de los retratos de la colección Giovio que Cosme I había hecho realizar a partir de 1560 por Cristofano dell’Altissimo. Templo del arte moderno, pero también primer museo enciclopédico en el que cohabitan la pintura y la escultura antigua y moderna, las obras maestras y los documentos históricos (copias de retratos). Instalada en 1591 y abierta a los visitantes previa solicitud, la galería será incluida rápidamente en la guía de Florencia, publicada el mismo año por Francesco Bocchi. Explica cómo el gran duque ha cumplido su deseo, como el que narra Plinio el Viejo de Marcus Agripa, que las colecciones de los ricos romanos serán de propiedad pública en lugar de escondidas en sus villas. Las obras, como lo escribe explícitamente Bocchi, son ahora conservadas, protegidas y accesibles, y responden así a nuestros criterios de museo.